Largas XIX

TEMAS (4,5 PUNTOS)

La orientación de la EVAU indica que la extensión de cada parte del examen debe ser proporcional a la puntuación, de modo que el tema (o el comentario de texto -uno del siglo XIX y otro del XX, uno en la opción A y otro en la B-) debe ocupar el 45% (algo más de una cara de folio, no pasando de dos caras); en la página de las preguntas cortas se deja explicado la relación que esto tiene con las líneas de escritura.


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SIGLO XIX:

BLOQUE 5. La crisis del Antiguo Régimen (1788-1833): Liberalismo frente a Absolutismo.

5.1. La Guerra de la Independencia: antecedentes y causas. Bandos en conflicto y fases de la guerra.


La Paz de Basilea (1795) y el Tratado de San Ildefonso (1796) pusieron fin a la participación española en las coaliciones contra la Francia revolucionaria. Godoy, el valido de Carlos IV, hizo pasar esta maniobra por un éxito personal, y fue recompensado con el pomposo título de "Príncipe de la Paz". Tras la breve Guerra de las Naranjas contra Portugal (1801), que no tuvo mayor consecuencia que una rectificación de la frontera, Napoleón exigió la utilización de la armada española contra Inglaterra, lo que llevó al desastre de Trafalgar (1805 -Nelson, Villeneuve, Churruca, Gravina-). Para extender el bloqueo continental a Portugal (principal aliado inglés), el tratado de Fontainebleau (1807) preveía la invasión de ese reino y su reparto entre el Imperio napoleónico, España y el propio Godoy. Comenzó la entrada de tropas francesas, pero en vez de dirigirse directamente a la frontera tomaron posiciones estratégicas en el interior de España. 

El recelo contra Godoy crecía en las élites, tanto entre los ilustrados partidarios de profundizar en las reformas como entre los reaccionarios o casticistas. El descontento popular ante una grave situación económica y social (la mayor crisis agraria y de subsistencias desde hacía medio siglo) fue aprovechado por la "camarilla" que rodeaba al príncipe Fernando para provocar el motín de Aranjuez (17-19 de marzo de 1808), obteniendo la caída de Godoy y la abdicación de su padre Carlos IV. La intervención de Napoleón en el conflicto familiar hizo que se reunieran en Bayona todos ellos, siendo obligados a abdicar padre e hijo, haciendo que el nuevo rey fuera José Bonaparte, hermano del emperador. Un grupo de notables redactó en pocos días el Estatuto de Bayona, una Carta Otorgada que imponía a España un sistema aparentemente constitucional que aplicaba los ideales revolucionarios franceses.

Entretanto, la salida de Palacio Real de Madrid de los últimos miembros de la familia real desencadenó el dos de mayo un levantamiento popular contra las tropas francesas ("¡Que nos lo llevan!"), reprimido duramente por el mariscal Murat (Daoíz y Velarde, Manuela Malasaña). Dos altos cargos de la corte (Pérez Villaamil y Fernández de León), huyendo de Madrid, llegaron al cercano pueblo de Móstoles, donde hicieron que los alcaldes firmaran un bando que difundió la noticia por toda España, estimulando un levantamiento general de carácter "patriótico", una de las primeras manifestaciones del nacionalismo del siglo XIX. Se fueron creando juntas locales, que se coordinaron en la Junta Suprema de Sevilla, convertida en Junta Central y luego en Regencia, que convocó Cortes, y solicitó el apoyo internacional de Inglaterra y las demás potencias de la coalición antinapoleónica. Exigían la vuelta de Fernando VII, no reconociendo al rey impuesto en Francia. Ante la ausencia del rey, estas instituciones sólo reconocían la legitimidad popular, siendo verdaderamente revolucionarias; al contrario que las instituciones del gobierno central (Secretarías, Consejos), que continuaban funcionando y obedecieron a las autoridades francesas ocupantes, como parte de la aristocracia, del ejército y del clero y destacados intelectuales, que veían una oportunidad de modernización que no debía desaprovecharse, recibiendo el nombre de "afrancesados" (Urquijo, Cabarrús, Moratín, Meléndez Valdés, incluso Goya en ciertos momentos). Además de la guerra internacional, lo que se libró en los siguientes años fue una guerra civil entre ambos bandos.

La batalla de Bailén (19 de julio de 1808), primera gran derrota de los ejércitos napoleónicos en tierra (el general Castaños había logrado recomponer un suficiente número de unidades del disperso ejército español -algunas de las mejores unidades estaban en el norte de Europa encuadradas en el ejército imperial-), permitió al bando "patriota" liberar de la ocupación francesa buena parte del territorio, incluido Madrid; pero la reacción de Napoleón fue intervenir personalmente con un fuerte ejército, que volvió a tomar Madrid a los pocos meses (batalla de Somosierra). Algunas ciudades fueron sometidas tras duros asedios (Zaragoza -José Palafox, Agustina de Aragón-, Gerona -Álvarez de Castro-), y únicamente resistió Cádiz, protegida desde el mar por la armada inglesa con base en Gibraltar.

En el territorio ocupado se dio un nuevo concepto de guerra: las guerrillas, protagonizadas por civiles e incluso clérigos (El Empecinado, Espoz y Mina, El Cura Merino), que gozaban de la complicidad de la mayor parte de la población y hostigaban a las tropas francesas, obligando a Napoleón a mantener un desproporcionado número de efectivos en España, precisamente cuando se libraba la guerra contra Rusia en el otro extremo del continente. El ejército inglés, dirigido por el duque de Wellington, que venía combatiendo en Portugal en lo que denominaban Peninsular War, se introdujo en España por Badajoz (1812), librándose batallas convencionales, (Arapiles, Vitoria y San Marcial), que obligaron a José Bonaparte a abandonar Madrid y retroceder hasta la frontera (1813).

Las consecuencias de la guerra fueron enormemente graves: además de las pérdidas humanas, la destrucción de infraestructuras e industrias (objetivo prioritario para franceses e ingleses), la salida de miles de exiliados (tanto los afrancesados como los liberales) y el desaprovechamiento de la victoria, puesto que la paz por separado que firmó Fernando VII con Napoleón (Valençay, diciembre de 1813) impidió que España fuera considerada en el Congreso de Viena. En América significó el comienzo de sus propias guerras de independencia.

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5.2. Las Cortes de Cádiz. La Constitución de 1812.

El movimiento "patriota" o nacionalista que se había organizado en las juntas locales, negando la legitimidad de las instituciones de gobierno controladas por los afrancesados, se coordinó en la Junta Suprema de Sevilla (27 de mayo de 1808), redenominada como Junta Central (septiembre de 1808) y Consejo de Regencia (enero de 1810) en nombre de Fernando VII, único rey que reconocía). Enseguida se manifestaron las contradicciones de objetivos entre los partidarios de mantener el Antiguo Régimen ("absolutistas" o "serviles") y los partidarios de realizar transformaciones revolucionarias ("liberales" -denominación política de los "partidarios de la libertad" que nace en España y se extiende por todo el mundo-), quedando a mitad de camino entre ambos un grupo de ilustrados moderados en torno a Jovellanos ("jovellanistas").

La accidentada convocatoria de Cortes terminó imponiendo un procedimiento de elección muy diferente al tradicional: sin diferenciación por estamentos y representando a todos los territorios en proporción de su población (incluidos los americanos, aunque en su caso con una menor proporcionalidad), se debían elegir los diputados por sufragio universal indirecto (en cada localidad se elegían compromisarios, que acudían a una localidad más importante donde, reunidos con otros volvían a realizar una elección, y así hasta el quinto grado). La imposibilidad de cumplir el procedimiento en las zonas ocupadas, e incluso en América, hizo que no pudieran llegar todos los diputados a Cádiz (único lugar seguro), cubriéndose provisionalmente las vacantes con suplentes originarios o relacionados con la circunscripción correspondiente, por el simple hecho de que estaban presentes en la ciudad (la más apropiada para ello, dada su gran actividad comercial).

Entre sus componentes destacaba el gran número de clérigos, de abogados y de funcionarios, algunos militares, marinos y catedráticos de universidad, y muy pocos identificados únicamente como nobles o por otras profesiones. No existían partidos políticos, pero la tendencia liberal, sin ser claramente mayoritaria, fue la más influyente (Argüelles, Muñoz Torrero, Conde de Toreno).

La primera decisión de las Cortes (24 de septiembre de 1810) fue revolucionaria: los diputados se consideraron a sí mismos representantes de la soberanía nacional, lo que les situaba de hecho por encima de la Regencia (incluso obligaron al exilio de uno de sus miembros -el obispo de Orense, Pedro Quevedo- que se negaba a reconocer tal principio), y les permitía, sin someterse a ninguna cortapisa, entregarse a dos tareas esenciales: la legislativa y la constitucional.

Entre las medidas legislativas rápidamente aprobadas estuvieron las que permitían una amplia libertad de prensa (que se demostró esencial para el mantenimiento de un debate público que benefició a los liberales) y una amplia libertad económica, y las que abolían la tortura y la Inquisición; también se iniciaron muchos proyectos que no llegaron a completarse o aplicarse de forma efectiva, pero que lo serían en los posteriores periodos de gobierno liberal (abolición de los señoríos, supresión de aduanas interiores, de la Mesta, de los gremios, de los monasterios con menor número de monjes y otras medidas de desamortización, etc.)

La Constitución reconocía la soberanía nacional, la división de poderes y la igualdad de derechos (eliminando privilegios estamentales y territoriales); no recogía como tal una declaración de derechos, ya desarrollados en los decretos legislativos, aunque sí se insistió en el de la propiedad privada, mientras que no se planteaba la libertad religiosa, al declarar la confesionalidad católica del Estado. Las funciones del rey se limitaban mucho, en un sistema parlamentario unicameral con sufragio universal indirecto, muy complejo, previendo incluso la participación de indios y negros americanos (no se aprobó la abolición directa de la esclavitud, quedando en una situación poco clara). Al vincularse el ejercicio de los derechos de ciudadanía a la educación, se confería a esta un papel determinante, precedente de los derechos sociales de constituciones muy posteriores, pero que no tuvo continuidad.

Proclamada la Constitución (19 de marzo de 1812, festividad de San José, por lo que fue llamada "La Pepa"), se convocaron unas nuevas Cortes, que ya pudieron reunirse en Madrid. Tuvieron muy poco desarrollo, puesto que Fernando VII, al poco de regresar a España, las disolvió y anuló todas sus disposiciones, apoyándose en el Manifiesto de los Persas (un numeroso grupo de diputados absolutistas, encabezados por Mozo de Rosales, 12 de abril de 1814).

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La formación de las Cortes (artículo)
Los principios económicos de la Constitución de 1812 (artículo)
Los diputados abolicionistas de las Cortes de Cádiz (artículo)

5.3. El reinado de Fernando VII: liberalismo frente a absolutismo. El proceso de independencia de las colonias americanas.


Liberado por Napoleón al firmar el tratado de Valençay (diciembre de 1813, una paz por separado sin contar con la opinión de los combatientes "patriotas" gaditanos ni sus aliados ingleses), Fernando VII "el Deseado" entró en España. Las Cortes le exigieron dirigirse directamente a Madrid para jurar la Constitución ante ellas; pero optó por dirigirse a Valencia, donde ejercía el mando militar el general Elío. Se organizó un recibimiento popular en el que se desengancharon los caballos del carruaje regio por gentes del pueblo, al grito de "!Vivan las cadenas!", y se le entregó el Manifiesto de los Persas, firmado por un numeroso grupo de diputados absolutistas encabezado por Mozo de Rosales (12 de abril de 1814). Con tales apoyos, el rey declaró disueltas las Cortes y abolida tanto la Constitución como cualquier otra legislación emitida por estas "como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo". Así comenzó el Sexenio Absolutista (1814-1820).

Los afrancesados habían partido al exilio acompañando a las tropas napoleónicas; ahora emprendían el mismo camino (o hacia Portugal, Gibraltar e Inglaterra) miles de liberales, incluso héroes de guerra, contra los que comenzó una dura represión. Los cargos civiles, militares y eclesiásticos que quedaban vacantes se otorgaron a los que se consideraban fieles a la causa absolutista, y dispuestos a volver en todo lo posible al Antiguo Régimen. También se reintrodujo la Compañía de Jesús. La oposición liberal se organizaba clandestinamente en sociedades secretas.

El rey y los absolutistas desconfiaban de la mayor parte de la oficialidad del ejército de origen guerrillero, identificada con el liberalismo, y que debía su posición social a la ruptura de las tradiciones que determinaban el destino de cada uno según su familia y orden de nacimiento (muchos segundones, que en otras circunstancias habrían hecho carrera eclesiástica, habían hecho carrera militar; algunos incluso habían "colgado los hábitos").

La necesidad sofocar el movimiento independentista americano se hizo cada vez más inaplazable, de modo que, en cuanto se dispuso de una flota, se reunió un ejército en las cercanías de Cádiz. Sólo podía controlarse la fidelidad de los principales jefes militares, pero no la de los cargos intermedios; de modo que el coronel Riego, de ideología liberal, tuvo oportunidad de utilizar su mando sobre las tropas para iniciar una rebelión (Cabezas de San Juan, 1 de enero de 1820) que fue secundada en las principales ciudades. Sin fuerzas suficientes para oponerse, Fernando VII se vio obligado a jurar la Constitución ("caminemos todos, y yo el primero, por la senda constitucional") y convocar Cortes, nombrando liberales "moderados" o "doceañistas" para su gobierno (partidarios de mantener la constitución de 1812: Argüelles -dimitió tras el "discurso de la coletilla" de Fernando VII, 1 de marzo de 1821-, Martínez de la Rosa), mientras que la mayor parte de los diputados elegidos fueron liberales "exaltados" o "veinteañistas" (partidarios de superar la Constitución, como el propio Riego, que presidía las Cortes, o Alcalá Galiano). Las Cortes intentaron recuperar e incluso profundizar las reformas políticas, sociales y económicas de Cádiz, un proyecto verdaderamente revolucionario, pero fueron obstaculizadas por el gobierno moderado y el propio rey. Era un secreto a voces que la "camarilla" de confianza del rey conspiraba para conseguir la vuelta del absolutismo; llegó a haber enfrentamientos armados entre la guardia real y la Milicia Nacional en Madrid y sublevaciones absolutistas en distintas zonas (Junta Apostólica de Galicia, Regencia de Urgel).

El Trienio Liberal y la vigencia de la Constitución terminaron en 1823 como consecuencia de una nueva invasión francesa, en este caso de ideología absolutista: los "Cien Mil Hijos de San Luis", enviados por las potencias de la Santa Alianza, y liderados por el Duque de Angulema (un príncipe de la casa Borbón).

El último periodo del reinado fue la Década Ominosa (1823-1833). En vez de volver en todo al Antiguo Régimen, se evitó recuperar la Inquisición, confiándose la vigilancia social y política a un cuerpo civil de policía. Se reprimió tanto a los liberales (ejecuciones de Torrijos y Mariana Pineda) como a los más extremados absolutistas, que consideraban que el gobierno, cada vez más controlado por la reina María Cristina de Borbón (Cea Bermúdez, Javier de Burgos), estaba aproximándose a los liberales moderados, a los que se permitió volver del exilio con una amnistía (para garantizar la sucesión de su hija Isabel en vez de la del hermano del rey, Carlos María Isidro, como preveía la Ley Sálica).

La Guerra de Independencia (y antes de ella, la pérdida de la flota en Trafalgar) había significado la ruptura de la conexión entre la metrópoli y las colonias americanas, que no reconocieron a José Bonaparte pero tampoco tuvieron una relación fluida con las Cortes de Cádiz, a pesar de la amplia representación que se les otorgó. El vacío de poder fue cubierto con Juntas locales, dominadas por el grupo social de los criollos, conscientes de su divergencia de intereses con los peninsulares. Comenzaron a transformarse en movimientos independentistas, recibieron el apoyo internacional de Inglaterra, y se negaron a ningún tipo de solución intermedia que no fuera la independencia absoluta.

La reacción militar de las autoridades españolas no consiguió ser los suficientemente sólida, especialmente tras la revolución de 1820, que desvió hacia el conflicto interno peninsular las tropas previstas para ser embarcadas hacia América. Las campañas de Simón Bolívar desde Venezuela y José de San Martín desde Argentina acorralaron en los Andes centrales a las últimas tropas españolas, que fueron derrotadas definitivamente en la batalla de Ayacucho (9 de diciembre de 1824). La independencia de México y América Central se produjo de forma relativamente pacífica, estableciéndose el mandato personal, con título de Emperador, de Agustín de Iturbide. Sólo Cuba y Puerto Rico, además de Filipinas, quedaron sujetas a la metrópoli, situación que duraría hasta 1898.

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BLOQUE 6. La conflictiva construcción del Estado Liberal (1833-1868)

6.1. El reinado de Isabel II (1833-1868): la primera guerra carlista. Evolución política, partidos y conflictos. El Estatuto Real de 1834 y las Constituciones de 1837 y 1845.


El reinado de Isabel II comienza con las dos regencias que se suceden durante su minoría de edad (1833-1843).

La regencia de María Cristina de Borbón (1833-1840), apoyada por los llamados "isabelinos" o "cristinos", tuvo que enfrentarse con la negativa a reconocer la sucesión en Isabel de los llamados "carlistas", partidarios de aplicar la Ley Sálica (que impedía a las mujeres reinar e incluso transmitir derechos sucesorios), según la cual el heredero debía ser Carlos María Isidro, hermano del rey fallecido, y no Isabel, la hija. La vigencia de tal ley, que no era la tradicional de la monarquía española, sino de la francesa, era objeto de debate: se formuló en la Pragmática Sanción, y durante los últimos años de Fernando VII (ante la evidencia de no tener sucesión masculina) se fue promulgando y revocando según los intereses de los personajes más cercanos al rey. En su lecho de muerte, Fernando firmó un papel que le presentó el ministro de justicia Calomarde, reimplantando la Ley Sálica, pero al salir del aposento real una dama de la corte (Luisa Carlota de Borbón, hermana de María Cristina) se lo arrebató y rompió, dándole un bofetón, a lo que Calomarde se resignó diciendo "manos blancas no ofenden".

Comenzó la Primera Guerra Carlista. La alineación en bandos tuvo factores ideológicos, socio-económicos y territoriales: El bando isabelino estaba encabezado por la parte más moderada de la aristocracia (que si antes podía considerarse absolutista, desde los últimos años del reinado de Fernando VII veía necesario aproximarse a los liberales) y en su mayor parte estaba formado por la burguesía, muy mayoritariamente liberal, con lo que tenían predominio en las ciudades. El bando carlista, además de parte de la nobleza, contaba con la mayor parte del clero; también era carlista buena parte del campesinado, sobre todo en las zonas de pequeña propiedad (la mitad norte de España) y en los territorios forales, que en nada se beneficiaban de las transformaciones de la revolución liberal (como la desamortización).

La reina regente promulgó el Estatuto Real de 1834, una carta otorgada sin reconocimiento de derechos, división de poderes ni soberanía nacional. Las Cortes así reunidas eran bicamerales: un "estamento de procuradores" elegidos por sufragio indirecto y censitario, muy restringido (únicamente votaban los mayores contribuyentes, unos 16.000 en toda España -en torno al uno por mil de la población-), y un "estamento de próceres" nombrados directamente por la reina o por derecho propio (alta nobleza y clero).

El pronunciamiento de los sargentos de La Granja (1836) obligó a María Cristina a reponer la vigencia de la Constitución de 1812 y llevar a los liberales progresistas al gobierno (Calatrava y Mendizábal). Para conciliar la defensa de los intereses de su base social (las clases medias urbanas) con los de las clases altas (la base social de los liberales moderados), redactaron una nueva Constitución, la de 1837, que reconocía la soberanía nacional y los derechos políticos, establecía el juicio por jurado, la Milicia Nacional y las elecciones municipales; pero recuperaba el bicameralismo (Congreso y Senado) y el sufragio censitario (directo, pero más ampliado: los contribuyentes por más de doscientos reales, un 5% de la población).

Los carlistas no consiguieron tomar grandes ciudades, a pesar de la gran expedición del pretendiente que quedó a las puertas de Madrid. Su más destacado general, Zumalacárregui, murió durante el sitio de Bilbao. La capacidad económica del bando isabelino pasó a ser decisiva con la desamortización de Mendizábal. Tras la victoria del liberal Espartero en la batalla de Luchana, el carlista Maroto aceptó negociar con él el llamado "abrazo de Vergara" (1839), por el que se ofrecía a los oficiales carlistas incorporarse con sus grados al ejército o pasar al retiro con sueldo, y se respetaban los fueros de las provincias vascas y Navarra.

Las escandalosas relaciones de la reina regente, y el intento de imponer una ley de ayuntamientos que hubiera liquidado su control por los progresistas, dieron excusa a Espartero para dar un golpe de Estado y enviarla al exilio. Se impuso él mismo como nuevo regente (1840), rodeándose de militares de su confianza ("ayacuchos"). Era evidente que no se llegaba al poder ganando las elecciones, sino mediante golpes de Estado protagonizados por un "espadón".

Espartero emprendió una política autoritaria, reprimiendo duramente tanto a la oposición moderada como a la progresista (bombardeo de Barcelona, 1842). El descontento general llevó a la sublevación de una coalición "antiesparterista" de moderados y progresistas, que venció militarmente en la batalla de Torrejón de Ardoz (general Narváez, 1843). Espartero fue obligado a salir al exilio y las Cortes declararon a la reina mayor de edad con trece años.

El reinado efectivo de Isabel II (1843-1868) comenzó con el llamado "escándalo Olózaga", al acusarse al primer ministro (el líder de los progresistas) de forzar la voluntad de la reina. Subieron al poder los moderados liderados por Narváez, iniciándose la Década Moderada (1844-1854).

Los ayuntamientos y diputaciones provinciales pasaron a ser controlados directamente por el gobierno central. Se suprimió la Milicia Nacional, creándose la Guardia Civil como cuerpo militar encargado del mantenimiento del orden público y la defensa de la propiedad (Duque de Ahumada, 1844). Se prohibieron las asociaciones obreras. La Constitución de 1845 establecía la soberanía compartida entre rey y Cortes, sin explicitar la división de poderes. Las Cortes siguieron siendo bicamerales, con un Congreso de diputados elegidos por un sufragio muy restringido (menos del 1% de la población) y un Senado de miembros vitalicios por designación real.

La fuerte represión impidió que en España se diera una revolución similar a la de otros países europeos en 1848 (la "primavera de los pueblos"), permitiendo a Narváez disolver las Cortes y gobernar por decreto durante dos años. El ala más radical de los progresistas se escindió, con el nombre de "demócratas". El proceso desamortizador se ralentizó, y las relaciones con la iglesia se estabilizaron con el Concordato de 1851.

La "camarilla" que rodeaba a la reina no consideraba suficiente todos esos frenos a la revolución liberal, logrando el nombramiento de gobiernos sin apoyo parlamentario, pero que tampoco contaban con el respaldo de un "espadón" como Narváez. La imposibilidad de cambiar el "gabinete" por medios pacíficos impulsó a una coalición de moderados y progresistas a intentar el golpe militar. El general O'Donnell se levantó al frente de sus tropas en Vicálvaro ("Vicalvarada"), sin demasiado éxito. Se le sumó el general Serrano, que con el joven Antonio Cánovas del Castillo redactaron el Manifiesto de Manzanares. La radicalización del movimiento llevó a sublevaciones populares en muchas ciudades, que exigieron la vuelta del exilio de Espartero, comenzando el Bienio Progresista (1854-1856). Su brevedad no permitió que entrara en vigor la Constitución llamada "no-nata" ni un ambicioso plan de educación, aunque sí se promulgaron leyes como la de ferrocarriles y una nueva desamortización (la de Madoz).

O'Donnell dio un nuevo golpe militar y dirigió el periodo siguiente con la Unión Liberal, un partido que pretendía fusionar los principios de moderados y progresistas. Para estabilizar el interior, buscó la intervención de España en guerras exteriores (expediciones al Pacífico -"honra sin barcos", almirante Méndez Núñez-, Cochinchina, México, guerra de África o Primera Guerra de Marruecos -batallas de Castillejos, Tetuán y Wad-Ras-, general Prim). Al no haber entrado en vigor la Constitución progresista "no-nata", siguió en vigor la moderada de 1845.

Al final del reinado, Isabel II, cada vez más influida por su "corte de los milagros" impuso gobiernos moderados (Narváez y González Bravo), que reprimieron violentamente disturbios universitarios (Noche de San Daniel, 1865) y motines militares (Cuartel de San Gil, 1866). Desde el exilio, un grupo de notables políticos y militares progresistas y demócratas firmaron el Pacto de Ostende (1866).

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6.2. El reinado de Isabel II (1833-1868): las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz. De la sociedad estamental a sociedad de clases.

Las décadas centrales del siglo XIX tuvieron como principal transformación socioeconómica el proceso de desamortización, es decir, la puesta a disposición del mercado libre de la gran cantidad de tierras y otras propiedades que se encontraban en régimen de "manos muertas", vinculadas inseparablemente a instituciones que no podían venderlas (por haber llegado a ellas mediante donaciones y legados testamentarios con estrictos requisitos), y que no se explotaban según los criterios del sistema liberal-capitalista (la propiedad privada, individual, libre y absoluta, y la libre competencia en un mercado libre de empresas privadas -libre empresa-). Había tenido algunos precedentes limitados en el siglo XVIII; y la legislación liberal de Cádiz y el Trienio tenía previsto realizarla, pero no había podido ponerse en práctica.

El liberal progresista José Álvarez Mendizábal (1835) vio en la disolución de las órdenes religiosas (con algunas excepciones) y la venta en subasta de las tierras y bienes de sus monasterios la gran oportunidad de eliminar la enorme deuda pública y adquirir recursos para la Hacienda en un momento en que la guerra carlista exigía gastos inasumibles. A la vez, la desamortización combatía al clero, mayoritariamente alineado con el carlismo, y garantizaba la fidelidad de los compradores, que pasaban a ser los mayores interesados en la consolidación del régimen liberal. Si el propósito era conseguir una gran masa social de medianos propietarios, no se consiguió. El enfrentamiento con la iglesia se resolvió con el "presupuesto de culto y clero", por el que el Estado asumía las necesidades económicas del clero secular (obispos y sacerdotes).

El proceso se fue completando con altibajos, acelerándose durante la regencia de Espartero y frenándose en la década moderada de Narváez. En el bienio progresista se replanteó, extendiéndose con la desamortización de Pascual Madoz (1855) a los "bienes de propios" (es decir, los de propiedad municipal que se arrendaban a particulares); aunque en la práctica se vendieron ilegalmente gran parte de los "bienes comunales" (los que tradicionalmente se aprovechaban de forma colectiva por todos los vecinos, como bosques, dehesas o prados).

Como consecuencia, el clero perdió su poder económico, emergiendo una nueva oligarquía terrateniente castellano-andaluza, dominante en la mitad sur, compuesta tanto por la antigua aristocracia nobiliaria (que no se había visto perjudicada por las desvinculaciones de señoríos y mayorazgos) como por miembros de la burguesía emergente (que se ennoblecían adquiriendo nuevos títulos o por matrimonio). El campesinado no mejoró en general su relación con la tierra, perdiendo en muchos casos sus antiguos derechos y formas tradicionales de gestión para convertirse en propietarios de explotaciones tan pequeñas que resultaban inviables (minifundio), pequeños arrendatarios, aparceros o jornaleros.

La escasa pero constante emigración del campo a la ciudad  conformó unas clases populares depauperadas, que sólo en algunas zonas (particularmente en Cataluña) comenzó a convertirse en proletariado industrial. Fue significativo que más que movilizaciones obreras se produjeran "motines de consumos".

La debilidad del desarrollo industrial y urbano produjo  que las clases medias urbanas (profesionales liberales, industriales y comerciantes) fueran relativamente débiles en comparación con otros países de Europa occidental, con un significativo peso de los funcionarios. A pesar de ello, era la base del cuerpo electoral, dadas las condiciones del sufragio censitario, que los moderados restringían y los progresistas ampliaban.

La supresión de los privilegios estamentales había implantado la igualdad de condiciones jurídicas de todos los ciudadanos, pero no se ocultaban las enormes diferencias de clase debidas en la práctica al origen familiar, que seguía siendo la clave para el acceso a la riqueza, siendo las posibilidades de ascenso social (como la educación) muy limitadas.

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https://www.artehistoria.com/es/contexto/las-clases-medias-y-populares (no es la prregunta)

6.3. El Sexenio Democrático (1868-1874): la constitución de 1869. Evolución política: gobierno provisional, reinado de Amadeo de Saboya y Primera República.


El pronunciamiento en Cádiz de Serrano, Prim y Topete (18 de septiembre) inició la llamada "Revolución Gloriosa", que triunfó con relativa facilidad tras derrotar a las tropas fieles al gobierno en la batalla de Alcolea (28 de septiembre). La reina Isabel II se exilió.

Siguiendo el espíritu del Pacto de Ostende, negociado previamente en el exilio por unionistas, progresistas y demócratas, se formó un gobierno provisional con los tres "espadones" protagonistas del pronunciamiento y políticos civiles (Ruiz Zorrilla y Sagasta), que se prolongó en el poder (1868-1871) mientras las nuevas Cortes, formadas por primera vez con un sufragio universal directo, elaboraban una nueva Constitución: la de 1869, de carácter democrático y laico, con un amplio reconocimiento de derechos, incluido el de asociación, que legalizó las organizaciones del movimiento obrero. Proclamaba la libertad religiosa, no reconocía religión oficial ni fuero eclesiástico, pero mantenía la obligación de subvencionar con fondos públicos el culto católico. Para cobrar sus sueldos, los clérigos debían jurar la Constitución; y aunque recibieron autorización papal para hacerlo, algunos se negaron.

Como la forma de Estado seguía siendo la monarquía, pero no era posible volver a ofrecer el trono a un Borbón isabelino o carlista, pasó a ser un problema la elección de un nuevo rey de entre los múltiples candidatos posibles (Montpensier -una rama de los Borbones, emparentado con el emperador de Francia-, Hohenzollern-Sigmaringen -apoyado por el canciller prusiano Bismarck-, Braganza -la casa reinante en Portugal, que podría haber significado recuperar la unión ibérica-). Recayó la elección en Amadeo, de la casa italiana de Saboya, caracterizada por su liberalismo y enfrentada con el Papa. La frustración de las otras candidaturas fue una de las causas que llevaron al enfrentamiento franco-alemán, trascendental para la ruptura del equilibrio europeo.

El asesinato de Prim (27 de diciembre de 1870), en circunstancias que todavía se discuten, privó al nuevo rey de su principal apoyo. Tras poco más de un año de reinado, en que la aristocracia le hizo el vacío, y sin posibilidad de ejercer ningún control sobre la vida política ni sobre el ejército, decidió abdicar. Las Cortes votaron transformar la forma de Estado en República (11 de febrero de 1873), eligiendo y haciendo dimitir sucesivamente a varios presidentes de tendencias opuestas, federal o unitaria: Figueras, Pi y Margall, Salmerón (dimitió para no firmar condenas a muerte) y Castelar. Ninguno consiguió consolidarse en el poder, enfrentados a tres sublevaciones simultáneas que se habían convertido en guerras abiertas: la de Cuba, la carlista y la cantonal (un movimiento popular radicalizado, que reivindicaba una descentralización extrema -el principio federativo-, compartida también por el naciente movimiento obrero). Para combatirlas los gobiernos republicanos se vieron forzados a recurrir a jefes militares a los que se había obligado a pasar a la reserva, algunos de ellos monárquicos declarados.


La inestabilidad política se solucionó de nuevo por los "espadones": el general Pavía entró violentamente en el Congreso (aunque no lo hizo a caballo, la expresión "caballo de Pavía" pasó a designar el golpismo militar) y entregó el poder dictatorial al general Serrano (3 de enero de 1874). En pocos días se rindió el último foco de la rebelión cantonal (Cartagena). Cánovas del Castillo comenzó a buscar apoyos para una restauración pacífica de la monarquía en el príncipe Alfonso, hijo de la reina Isabel II; pero se le adelantó el general Martínez Campos, que se pronunció al frente de sus tropas en Sagunto (29 de diciembre).

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BLOQUE 7. La Restauración Borbónica: implantación y afianzamiento de un nuevo Sistema Político (1874-1902)

7.1. La Restauración Borbónica (1874-1902): Cánovas del Castillo y el turno de partidos. La Constitución de 1876.


Ante la evidente degeneración de la I República, desde sus propias instituciones Antonio Cánovas del Castillo comenzó a buscar apoyos para una restauración pacífica de la monarquía en el príncipe Alfonso, hijo de la reina Isabel II; obteniendo una favorable acogida del Manifiesto de Sandhurst, redactado por él, que se presentó como una carta del joven pretendiente desde su exilio (estaba en la academia militar inglesa de Sandhurst, separado de su madre, exiliada en París). A pesar de ello, se le adelantó el general Martínez Campos, que se pronunció al frente de sus tropas en Sagunto el 29 de diciembre de 1874.

A pesar de la imposición militar, la vuelta de Alfonso XII fue relativamente pacífica, sin oposición efectiva de las fuerzas políticas republicanas. En cambio sí que tuvo que realizar un considerable esfuerzo bélico para imponerse en los dos frentes abiertos: la Guerra Carlista (que significó la supresión de los fueros, sustituidos por un sistema de concierto fiscal) y la Guerra de Cuba (paz de Zanjón). Se le comenzó a llamar "el Pacificador".

Cánovas consiguió del rey el alejamiento del general Martínez Campos de toda influencia política, convenciéndole de que debía construirse un régimen similar al británico, con predominio de los políticos civiles organizados en dos partidos que se alternaran pacíficamente en el poder y que mantuvieran un acuerdo esencial en un marco constitucional lo suficientemente flexible como para permitir diferencias legislativas y en el ejercicio del gobierno. Un grupo de notables redactó la Constitución de 1876, Cánovas formó en torno a su liderazgo el Partido Conservador y estimuló a Práxedes Mateo Sagasta para que liderara el Partido Liberal; ambos explícitamente "dinásticos", es decir, comprometidos a defender la monarquía borbónica en la rama alfonsina.

La Constitución, una mezcla consensuada de principios moderados y progresistas, establecía una monarquía parlamentaria, sin reconocer estrictamente la soberanía popular, sino una soberanía compartida entre las Cortes y el Rey. Incluía un limitado conjunto de derechos, menor al de la Constitución de 1869, pero que fueron ampliándose posteriormente mediante leyes en los periodos de gobierno liberal (libertades de cátedra, prensa y asociación, juicio por jurado, sufragio universal -desde 1890-); y proclamaba la confesionalidad católica del Estado. Las competencias del rey consistían esencialmente en el nombramiento y cese del gobierno y en la jefatura del ejército, así como la posibilidad de vetar las leyes. Las Cortes eran bicamerales, con un Congreso de diputados elegidos en representación de circunscripciones territoriales (por un complejo sistema que fue adaptándose con el tiempo, mayoritario pero dejando una representación menor para el segundo partido) y un Senado formado por designación regia y miembros por derecho propio (aristócratas, eclesiásticos, universitarios).

La clave de la estabilidad política fue el control de las elecciones por el ministerio de la Gobernación a través del "encasillado" (colocación de los candidatos que debían ser elegidos por cada circunscripción) que se encargaba hacer cumplir a los "caciques" de cada provincia y localidad (líderes políticos y sociales, aristócratas, grandes propietarios, que establecían redes clientelares en medio de una corrupción generalizada, haciendo y cobrando favores), recurriendo, si fuera necesario, al "pucherazo" (fraudes electorales de lo más variado, como el voto de los "lázaros" -fallecidos que permanecían en el censo-). Nunca un gobierno perdió unas elecciones. Se llegaba al gobierno por nombramiento del rey, y era desde el gobierno como se procuraba que el Parlamento tuviera una mayoría de su partido, al igual que se procuraba que lo fueran todos los cargos públicos, e incluso gran parte de los funcionarios de la administración, quedando "cesantes" los opuestos.

La muerte del rey en 1885 actuó como un refuerzo del sistema, en lo que se conoció como "Pacto de El Pardo", garantizando que la reina regente María Cristina de Habsburgo (que estaba embarazada del futuro Alfonso XIII) iría turnando sistemáticamente en el poder a Cánovas y Sagasta (ese habría sido el consejo que le habría dado su marido en el lecho de muerte -con una frase malsonante-).

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7.2. La Restauración Borbónica (1874-1902): Los nacionalismos catalán y vasco y el regionalismo gallego. El movimiento obrero y campesino.


El pacto entre los partidos "dinásticos" que se turnaban en el poder dejaba sin ninguna posibilidad a los "no dinásticos": republicanos, carlistas, socialistas o nacionalistas periféricos que, dada la adulteración de las elecciones, no podían aspirar más que a obtener una escasa representación en el Congreso en alguna de las circunscripciones que escapaban al caciquismo y los pucherazos.

En el contexto histórico y cultural del romanticismo, el nacionalismo y el imperialismo europeos del siglo XIX (construcción de los conceptos de "nación" y "pueblo" en torno al de "Estado", invención de tradiciones, chauvinismo), el surgimiento tardío (a finales de siglo) de los nacionalismos periféricos (catalán, vasco y, en menor medida, el gallego) en zonas con lenguas locales distintas al castellano, tuvo sus causas en el impacto de la industrialización en Cataluña y el País Vasco, la desaparición del imperio colonial y lo relativamente débil que fue la construcción de un nacionalismo español en comparación con otros casos europeos (al igual que lo estaba siendo el desarrollo social, económico y político). Cánovas: "es español el que no puede ser otra cosa". 

Tras el fracaso del carlismo y el republicanismo federal, ambos muy activos en Cataluña; el movimiento de reivindicación de la lengua y la cultura catalana (Renaixença) se sumó a las reivindicaciones económicas de la burguesía industrial en las últimas décadas del siglo XIX. Ya en el siglo XX, el catalanismo político (Valentí Almirall, Domènech i Montaner, Puig i Cadafalch, Prat de la Riba, Francesc Cambó), cuyo acto fundacional habían sido las Bases de Manresa (1892), se organizó en la Lliga Regionalista (1901) y obtuvo un notable éxito electoral (candidatura de los cuatro presidentes).

La defensa de la raza, la lengua y las tradiciones vascas, que veían amenazadas por la emigración y el desarrollo industrial, impulsaron a un grupo en torno a Sabino Arana a la fundación del Partido Nacionalista Vasco (PNV, 1895). Su lema "Dios y leyes viejas" recordaba sus raíces en el carlismo y el ultramontanismo católico. Su bandera (la ikurriña) simbolizaba la unión en la "patria vasca" (Euskadi) de los territorios del País Vasco francés, Navarra y las tres provincias vascongadas (Guipúzcoa, Vizcaya y Álava); en algunos textos también reivindicaban la condición vasca de la provincia de Logroño (actual La Rioja) y de zonas de las provincias de Burgos y Santander. La uniformización del euskera batua frente a las variantes locales, con una ortografía y toponimia diferenciada del castellano (Bizkaia -Bilbo-, Gipuzkoa -Donostia-, Araba -Gasteiz-, Nafarroa -Iruña-), fue una de las actividades en que pusieron más empeño. Sabino Arana fue elegido diputado provincial de Vizcaya, y encarcelado en varias ocasiones por sus planteamientos "antiespañoles", aunque los planteamientos del partido oscilaron en distintos periodos entre el posibilismo y el radicalismo (en algunos casos, con planteamientos explícitamente racistas).

El regionalismo gallego o galleguismo, que como movimiento cultural era muy apreciado (Rexurdimento), políticamente fue poco operativo y estaba dividido en distintas organizaciones, de planteamientos muy diferentes, pero en general mucho más moderados que en los casos catalán y vasco; su base social eran los propietarios agrarios y la escasa burguesía (más mercantil que industrial). Alfredo Brañas mantenía posturas tradicionalistas y ruralistas de origen carlista, mientras que Manuel Martínez Murguía, de origen liberal y urbano, responsabilizaba al centralismo del atraso de Galicia.

La década moderada frenó el surgimiento del movimiento obrero español, prohibiendo las sociedades de ayuda mutua (1844). Las esperanzas puestas en el bienio progresista enseguida se vieron frustradas, y comenzaron las primeras grandes movilizaciones de carácter ludita (oposición a las máquinas): el conflicto de las selfactinas (1854) y la huelga general de 1855, ambas focalizadas en Cataluña. El Sexenio Democrático, al legalizar las asociaciones, permitió la fundación de la Federación Regional Española de la Asociación Internacional de Trabajadores (Congreso Obrero de Barcelona de 1870). Anteriormente, por contactos con dos representantes de la Internacional de tendencias opuestas, Fanelli (anarquista o bakuninista) y Lafarge (socialista o marxista), se habían formado núcleos de ambas en distintas zonas: anarquistas mayoritariamente en Cataluña y Andalucía, y socialistas mayoritariamente en País Vasco, Asturias y Madrid.

Acogiéndose a la Ley de Asociaciones de Sagasta (1887) se fundó el sindicato Unión General de Trabajadores (UGT, 1888) por el núcleo marxista madrileño, liderado por el obrero impresor Pablo Iglesias (que funcionaba como Partido Socialista Obrero Español desde 1879). Aunque declaraban como objetivo último la revolución proletaria y una sociedad sin clases, aceptaban intervenir en las instituciones "burguesas" para conseguir reivindicaciones que mejoraran las condiciones de vida (subidas salariales, reducciones de jornada, protección social). No obtuvieron diputado hasta 1910. 

Los anarquistas contaron con múltiples organizaciones (sindicatos, cooperativas, revistas, ateneos libertarios), pero no formaron un partido político ni participaban en las elecciones, pues su objetivo no era la toma del poder, sino su desaparición. Tampoco admitían fuertes liderazgos, aunque se reconocía el prestigio de algunas figuras, como Anselmo Lorenzo. Eran mayoritarios en la Federación Regional de la AIT, pero no crearon un sindicato de implantación nacional hasta 1911 (Confederación Nacional del Trabajo -CNT-, Salvador Seguí, Ángel Pestaña). Su estrategia principal era la "acción directa", que para algunos iba más allá de la huelga y el boicot, e incluía la violencia ("propaganda por el hecho") en una espiral de acción-reacción que contaba con la represión del Estado como legitimación de las acciones sucesivas, llegando a los atentados terroristas (bomba del Liceo de Barcelona -1893-, asesinato de Cánovas -1897-).

Los movimientos campesinos en Andalucía, donde la situación social de los jornaleros sin tierras, sometidos al prolongado paro estacional, era particularmente penosa, fueron duramente reprimidos con la excusa de acabar con las actividades terroristas de "La Mano Negra", una extraña organización secreta que posiblemente estaba manipulada por agentes provocadores, y cuya importancia se magnificó.

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https://www.youtube.com/watch?v=KBNAm2uIMhw
7.3. El problema de Cuba y la guerra entre España y Estados Unidos. La crisis de 1898 y sus consecuencias económicas, políticas e ideológicas.


El movimiento nacionalista o separatista cubano se desarrolló varias décadas más tarde del triunfo de las independencias de las repúblicas hispano-americanas continentales. Al contrario que Cuba y Puerto Rico, la única de las Antillas españolas que había accedido a la independencia en esa época fue la mitad oriental de la isla Española o de Santo Domingo (República Dominicana), que incluso volvió a depender de España en el breve periodo de 1861-1865 (coincidente con la política exterior de prestigio de O'Donnell y con la guerra civil en Estados Unidos, que le imposibilitaba aplicar la "doctrina Monroe" -contraria a la intervención de potencias europeas en América-).

Terminada la Guerra de Secesión estadounidense con el triunfo del Norte abolicionista y terminado en España el reinado de Isabel II con la Revolución Gloriosa; comienza la sublevación cubana de los "mambises", liderados por Carlos Manuel de Céspedes ("grito de Yara"), cuyas principales reivindicaciones eran la independencia y la abolición de la esclavitud (lo que explica la postura pro-española de los grandes propietarios). Fue la llamada "Guerra Grande" (1868-1878), durante la que el general Valeriano Weyler impuso una política de "tierra quemada", división de la isla en "trochas" y reclusión en campos de concentración, que se repitió en la guerra posterior. Se estima que el total de muertos fue de unos trescientos mil. Las numerosas bajas entre los soldados españoles, mal equipados y preparados, se debieron en un 90% a enfermedades.

Con la Restauración borbónica se envió a Martínez Campos (el mismo general que había protagonizado el pronunciamiento de Sagunto). Negoció la paz de Zanjón (1878), que preveía un régimien de gobierno autonómico y la elección de diputados en las Cortes, aplazando a un futuro la abolición de la esclavitud. Sólo unos pocos grupos se mantuvieron alzados en armas (la llamada "Guerra Pequeña", hasta 1880).

La tardanza en aplicar las medidas pactadas (por la resistencia de la oligarquía dominante, vinculada a influyentes políticos peninsulares, como Cánovas) fue intensificando los movimientos nacionalistas, que en la última década del siglo volvieron a producir sublevaciones en Cuba (José Martí) y Filipinas (José Rizal). La política de moderación de Martínez Campos se sustituyó por la dura represión de Weyler. De nuevo se envió a la guerra a miles de soldados de reemplazo, con medios técnicos obsoletos (especialmente los barcos, muchos todavía de madera).

En 1898, con Sagasta en el gobierno (tras el asesinato de Cánovas), la presión de los Estados Unidos en favor de los independentistas se hizo cada vez mayor. La explosión del acorazado Maine en el puerto de La Habana (cuya causa todavía sigue debatiéndose) es utilizada como excusa para la declaración de guerra. Sin ninguna posibilidad, sendas flotas españolas salieron al encuentro de las americanas en Santiago de Cuba y Cavite (Filipinas), siendo hundidas. En la paz de París España entregó Puerto Rico y Filipinas a los Estados Unidos; Cuba adquiría una independencia nominal, pero permaneció ocupada por tropas estadounidenses hasta 1909. España recibió una indemnización de veinte millones de dólares, pero tuvo que reconocer la deuda emitida en nombre de Cuba, que era mucho mayor (unos cuatrocientos millones). En Filipinas continuó la sublevación, ahora contra la ocupación estadounidense, que fue todavía más violenta.

En España, donde la opinión pública había recibido la guerra con optimismo nacionalista, las noticias del "desastre" provocaron una gran reacción en todos los ámbitos, incluido el literario (suicidio de Ángel Ganivet, generación del 98) y el educativo (aplicación de las propuestas de la Institución Libre de Enseñanza -fundada en 1876-). Con el nombre de "regeneracionismo" se designaba a las propuestas de reformas de todo tipo; destacaron las de Joaquín Costa ("política hidráulica", "despensa y escuela", "cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid", "cirujano de hierro"), a partir de su denuncia de los responsables del atraso: "oligarquía y caciquismo".

No obstante, el sistema de la Restauración, a pesar de entrar en una evidente crisis, desafiado por los "no dinásticos" (republicanos, nacionalistas periféricos, movimiento obrero), se prolongó durante las primeras décadas del siglo XX, bajo el reinado de Alfonso XIII (mayor de edad desde 1902).

Económicamente las consecuencias del desastre no fueron negativas: la repatriación de capitales impulsó la creación de entidades financieras y todo tipo de inversiones, en un entorno arancelario proteccionista. La emigración española, que tenía en Cuba uno de sus principales destinos, continuó tras la independencia.

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PUEDE INCLUIRSE TAMBIÉN EL PÁRRAFO SOBRE EL PROBLEMA MILITAR (PRIMEROS TEMAS DEL SIGLO XX).
https://www.nuevatribuna.es/articulo/historia/quintas-militares-espana-y-navarra-i-parte/20160616164608129344.html
https://historiayculturasrepublicanas.wordpress.com/tag/quintas/
https://losojosdehipatia.com.es/cultura/historia/el-primer-antimilitarismo-en-espana/


https://sekelcastillohistoriadeespana.files.wordpress.com/2018/01/7-31.pdf
http://yestoquienlopaga.blogspot.com.es/2018/02/el-problema-de-cuba-y-la-guerra-entre.html
https://pedrofloresprofe.files.wordpress.com/2018/01/tema-11-6.pdf
https://historiadeespanaiesjuanramonjimenez.wordpress.com/temario/7-3-el-problema-de-cuba-y-la-guerra-entre-espana-y-estados-unidos-la-crisis-de-1898-y-sus-consecuencias-economicas-politicas-e-ideologicas/

BLOQUE 8. Pervivencias y transformaciones económicas en el siglo XIX: un desarrollo insuficiente

8.1. Evolución demográfica y movimientos migratorios en el siglo XIX. El desarrollo urbano.


La población española pasó de unos 11 millones de habitantes en 1800 a unos 18 millones en 1900, un crecimiento relativamente modesto en comparación con el de otros países europeos. Se caracterizó por la pervivencia del antiguo régimen demográfico: altas tasas de natalidad y mortalidad y baja esperanza de vida (hacia 1900 era de 35 años, diez años menos que en Gran Bretaña o Francia). La primera fase de la transición demográfica, que consiste en la disminución de las tasas de mortalidad, no comenzó hasta la superación de la última crisis de mortalidad del siglo XIX, la epidemia de cólera de 1885. Los episodios de mortalidad catastrófica fueron numerosos sobre todo en la primera mitad del siglo, cuando se encadenaron crisis de subsistencias (la más grave, el hambre de 1812), epidemias y guerras (las napoleónicas y la carlista). 

El saldo migratorio fue negativo durante todo el periodo, no frenándose la emigración a América (México, Argentina, Venezuela, Cuba) ni siquiera tras la independencia, y sumándosele en algunos periodos la emigración por razones políticas (exilios); incluso se inició una emigración al norte de África. Fue característica la vuelta de emigrantes enriquecidos ("indianos"), que tras "hacer las Américas" con éxito procuraban mantener una posición social prestigiosa en sus lugares de origen con mansiones suntuosas y financiando obras públicas, escuelas y proyectos filantrópicos.

La migración interior comenzó a ser muy numerosa en las últimas décadas del siglo, con destino a Madrid y a las dos regiones más industrializadas: Cataluña y el País Vasco, donde se dieron fuertes conflictos sociales y una reacción nacionalista. A los inmigrantes se les daban denominaciones peyorativas en catalán y euskera: charnegos y maketos.

En 1860 se proyectaron los principales ensanches burgueses a imitación del Plan Haussmann de París: el de Madrid (Carlos María de Castro) y el de Barcelona (Ildefonso Cerdá). En muchas otras ciudades de mayor o menor crecimiento (especialmente en las elegidas como capitales provinciales en la organización territorial de Javier de Burgos y en las beneficiadas por el trazado del ferrocarril) también se derribaron las murallas y se planificaron esos nuevos barrios con calles amplias que se cortan en ángulo recto, bulevares y esquinas achaflanadas; las casas, de fachadas regulares con balcones, con varios pisos jerarquizados por clases sociales (los bajos para uso comercial, el "principal" para los más ricos, viviendas más modestas en las superiores, más subdivididas y modestas cuanto más altas, para viviendas más modestas, hasta llegar a las buhardillas bajo los tejados). Su construcción dio oportunidades laborales y de enriquecimiento especulativo, aunque también llevó a la ruina a algunos destacados financieros (Marqués de Salamanca).

La tasa de urbanización creció menos que en otros países europeos, y con grandes desequilibrios regionales. Barcelona experimentó la "fiebre del oro" entre 1876 y 1886, prácticamente igualando a Madrid en número de habitantes a finales de siglo (ambas en torno al medio millón); muy pocas ciudades superaban los cien mil (Valencia, Sevilla, Málaga). En los extrarradios de las más dinámicas surgieron suburbios depauperados, pero también algunos proyectos de reforma social y paternalismo industrial, como la Ciudad Lineal de Arturo Soria en Madrid o la colonia obrera Güell en Barcelona. La mejora de las infraestructuras urbanas se dio lentamente desde mediados de siglo: iluminación de gas (farolas "fernandinas"), abastecimiento de agua y alcantarillado (Canal de Isabel II en Madrid), adoquinado, asfaltado, transporte público en tranvías (primero de tracción animal, luego de vapor y, desde 1896, los primeros eléctricos), etc.


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8.2. La revolución industrial en la España del siglo XIX. El sistema de comunicaciones: el ferrocarril. Proteccionismo y librecambismo. La aparición de la banca moderna.


La revolución industrial española ha sido calificada de "fracaso", puesto que, en comparación con otros países europeos, fue relativamente lenta y poco transformadora; a pesar de su comienzo temprano, se frustró por las destrucciones bélicas, la dedicación preferente del capital a la desamortización y otras inversiones especulativas e inmobiliarias, el predominio de la agricultura tradicional extensiva (no se produce la "revolución agraria") y la debilidad de las clases medias. Aunque se consiguió crear un mercado unificado de dimensión nacional (supresión de trabas gremiales, aduanas interiores, pontazgos, portazgos, peajes), la demanda interior era muy débil, y el comercio exterior era deficitario y propio de un país no desarrollado (exportación de materias primas e importación de manufacturas).

La siderurgia se intentó desarrollar en la costa malagueña (ante la ausencia de carbón mineral, se usaba carbón vegetal, lo que deforestó la zona e impidió su continuidad); a mediados del siglo en Asturias y a finales en Vizcaya. El principal desarrollo industrial fue el textil catalán, inicialmente vinculado a pequeñas instalaciones con energía hidráulica y luego con máquinas de vapor (selfactinas).

Por iniciativas locales surgieron las primeras líneas de ferrocarril (La Habana-Bejucal, 1837, Barcelona-Mataró, 1848, Madrid-Aranjuez, 1851, Langreo-Gijón, 1852) y desarrollos mineros (intensificando explotaciones que se remontaban a la Antigüedad); pero las grandes inversiones necesarias para su desarrollo a gran escala tuvieron que acometerse recurriendo al capital extranjero (francés, inglés, belga), que exigió un trato privilegiado (ley de ferrocarriles de 1855, ley de minas de 1868).

La desfavorable orografía impidió construir una red de canales, esencial en otros países europeos. El trazado ferroviario fue muy dificultoso, radial (impuesto por el centralismo político, pero necesario para la unificación del mercado), poco denso e incompleto hasta el siglo XX. El ancho de vía, mayor que el europeo, se eligió por cuestiones técnicas; pero eran evidentes sus consecuencias estratégicas.

Tras la pérdida de América continental, la política arancelaria española optó por el proteccionismo (arancel de 1826). No obstante, en algunos periodos de gobierno liberal progresista se optó por el librecambismo, que políticamente defendía Espartero (arancel de 1841), con una particular vinculación de intereses con Inglaterra, que explica su conflictiva relación con Barcelona (que era necesario bombardear cada cierto tiempo, según una frase que se le atribuye).

La década moderada reintrodujo algunas barreras proteccionistas, (reforma Mon-Santillán, 1845, arancel de 1849), pero la necesidad de inversiones extranjeras para el ferrocarril obligó a ir modificando el arancel. A mediados de siglo, la oligarquía terrateniente castellano-andaluza pudo beneficiarse del librecambismo, que permitía la exportación de sus producciones agrícolas a un precio favorable, sostenido por la coyuntura internacional de las décadas centrales del siglo XIX ("agua, sol y guerra en Sebastopol"). La demanda opuesta, el proteccionismo, provenía de las zonas industriales, tanto por los empresarios como por los trabajadores; previendo que si se mantuvieran barreras arancelarias que dificultaran el acceso de los productos de las industrias más desarrolladas de otros países europeos, tanto el mercado interior "cautivo" como la reserva de los restos del mercado colonial (Cuba y Filipinas) garantizarían la salida de los productos de la industria textil catalana, a precios no competitivos.

El Sexenio Revolucionario se inició con medidas librecambistas (Arancel Figuerola de 1869) vinculadas a la inclusión de España en el Sistema Monetario Latino, que introdujo la peseta (dividida en céntimos siguiendo el sistema decimal) y suprimió las monedas del Antiguo Régimen ("reales" y "duros" siguieron usándose como unidades de cuenta -25 céntimos y cinco pesetas-, pero las monedas de uso más habitual fueron la "perra chica" y la "perra gorda" -5 y 10 céntimos-; el salario diario "a seco" de los jornaleros en el campo podía ser una peseta, en la ciudad 1,75 para peones y 3,50 para oficiales, pero era muy usual incluir pagos en especie y salarios "a destajo"; estaban en el límite de la subsistencia). Los billetes (papel moneda) eran emitidos por los bancos; el Banco de España (antes Banco de San Carlos y Banco de San Fernando, surgidos con Carlos III y Fernando VII para gestionar los vales reales -la deuda pública- y reorganizado con la Ley de Bancos y Sociedades de Crédito de 1856) no se configuró como un banco nacional con monopolio de emisión de moneda hasta 1874. Otras medidas tomadas durante el Sexenio fueron la ley de minas de 1868 (o "desamortización del subsuelo"), la Ley de Sociedades Anónimas y la supresión de los Consumos (los impuestos indirectos a los productos "de comer, beber y arder", odiados por las clases populares, que se habían introducido por los moderados en 1845 con la reforma tributaria de Mon-Santillán).

El proteccionismo volvió a finales del siglo XIX (arancel Cánovas de 1891), cuando coincidieron los intereses del textil catalán, la siderurgia vasca (hasta entonces dependiente del intercambio de hierro vizcaíno por carbón inglés, e impulsora de los sectores naval y financiero) y los cerealistas castellano-andaluces (que ya no podían competir con los bajos precios de Argentina, Canadá o Australia).

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El proteccionismo en España en el siglo XIX (artículo)
La industria asturiana en la segunda mitad del siglo XIX (artículo)

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