Cercas - Dos artículos sobre la amnistía y uno sobre la Transición

Javier Cercas, No habrá amnistía (El País, 13 de septiembre de 2023)

    No la habrá. No, al menos, como la de 1977, una amnistía que dejara impunes los desafueros cometidos por los líderes del procés (otra cosa son los desdichados de a pie que se envenenaron de mentiras, furia y fanatismo, para los cuales cabría imaginar medidas de gracia). Ya sé que todo indica que puede haberla, empezando por una foto inverosímil de la vicepresidenta del Gobierno en funciones, Yolanda Díaz, echándose unas risas en Bruselas con un prófugo de la justicia acusado de delitos gravísimos, cuyo apoyo teledirigido en el Parlamento necesita la coalición gubernamental para seguir en el Gobierno: un gesto, hasta donde alcanzo, inédito en una democracia, que guarda la misma relación con la izquierda que el tercer principio de la termodinámica con el bacalao a la vizcaína. No: no habrá amnistía. Intento argumentar por qué.

    No soy constitucionalista, pero basta con un poco de sentido común para entender ciertas cosas. Hay quien dice que es constitucional todo aquello que la Constitución no prohíbe de forma explícita y que por lo tanto la amnistía, que no está explícitamente prohibida por la Constitución, es constitucional. Podría ser, pero, que yo sepa, los sacrificios rituales de seres humanos tampoco están prohibidos de forma explícita por la Constitución, y no por ello parecen una práctica demasiado recomendable. Lo que sí desautoriza explícitamente la Constitución son los indultos generales (artículo 62.i). Ahora bien, una amnistía no es un indulto general, sino mucho más que eso, de lo que se deduce que la Constitución la desautoriza mucho más, por lo mismo que está mucho más desautorizado circular por una autopista a 220 kilómetros por hora que hacerlo a 120: una amnistía no equivale al perdón, ni siquiera al olvido; una amnistía equivale al borrado del delito: a declarar que el delito jamás existió. Ese fue exactamente el sentido de la amnistía del 77, que sirvió para cerrar el franquismo y abrir la democracia. Contra lo que creen algunos, aquella amnistía no la reclamaron los franquistas, sino los antifranquistas (“Llibertat, amnistia, Estatut d’autonomia”, coreaban por entonces las manifestaciones), y se promulgó para suprimir los delitos de los antifranquistas, no los de los franquistas (otra cosa es que se usara luego, de forma torticera, para limpiar desmanes franquistas); ese fue el sentido profundo de aquella ley crucial, eso fue lo que dijo: que el franquismo no tenía razón, que su legalidad era un fraude, que quienes tenían razón eran los antifranquistas y que sus supuestos delitos nunca existieron; aquella amnistía deslegitimó en la práctica el franquismo y legitimó el antifranquismo: ahí radica en parte la legitimidad de nuestra democracia.

    La hipotética amnistía actual obraría como la del 77, pero a la inversa: diría que en Cataluña, en 2017, nuestra democracia no tenía razón, que su legalidad era un fraude, que quienes tenían razón fueron los catalanes que arremetieron contra ella—y no los que mejor o peor la defendieron— y que sus delitos fueron un invento de un régimen ilegítimo; así que, además de deslegitimar a Pedro Sánchez y a su partido —que en 2017 apoyaron la suspensión temporal de la autonomía catalana para defender las leyes democráticas frente quienes habían intentado pulverizarlas—, la amnistía deslegitimaría la democracia legitimando a quienes la atacaron. No sólo es una cuestión legal; es, sobre todo, una cuestión política y moral. Un viejo socialista ha dicho que la amnistía sería una condena de la Transición; no es así: en la práctica, sería una condena de la democracia entera (una democracia de cuya legitimidad nadie en el mundo duda). Me niego en redondo a creer que el presidente Sánchez vaya a cometer semejante desatino.

    Algunos socialistas pregonan que la amnistía es necesaria para la reconciliación de los catalanes; también, que sería el fin definitivo del procés. Y yo me pregunto: si el PSOE considera que no puede haber reconciliación sin amnistía y que ésta tendría efectos tan benéficos para los catalanes, ¿por qué no incluyó esa medida en su programa electoral? ¿Por qué no nos explicó antes sus virtudes sanadoras? ¿Por qué la rechazó taxativamente, en el Congreso y en todas partes, hasta que los secesionistas se la han exigido como condición para formar Gobierno? No nos tomen el pelo, por favor. No existe ningún “mandato democrático” que autorice al PSOE a promover una amnistía, porque esa medida no figuraba en su programa electoral. La reciente victoria socialista en Cataluña no significa que sus votantes le hayamos dado carta blanca al PSC-PSOE, ni siquiera que aprobemos cuanto ha hecho el Gobierno socialista; significa sólo que muchos catalanes confiamos en que el PSC-PSOE puede hacer progresar nuestro país y fortalecer nuestra democracia mejor que cualquier otro partido. Pero no les quepa duda: si dejamos de creerlo, dejaremos de votarlos, en cuyo caso y por lo pronto su partido no alcanzará la presidencia de la Generalitat, lo que acabaría con la esperanza más verosímil del inicio de un arreglo real para el llamado problema catalán; la amnistía, salta a la vista, no haría más que exacerbarlo, o al menos contribuir a enquistarlo: al fin y al cabo, sería una forma inequívoca de darles la razón a los promotores del procés, que jamás han pedido disculpas por sus desmanes y a cada paso amenazan con repetirlos (si pidiesen disculpas, si los responsables de 2017 reconocieran sus errores y prometieran no volver a incurrir en ellos, tal vez podría empezarse a hablar, con todas las salvedades y cautelas posibles, de nuevas medidas excepcionales, pero esa posibilidad jamás se ha planteado). Dejo para el final un último argumento —el más elemental y el más hiriente— que demuestra el error flagrante de una amnistía general: en España, una inmigrante rumana de 18 años puede ir a la cárcel por robar un bolso —yo lo he visto—, pero una amnistía permitiría que no respondiese ante la justicia todo un presidente de un Gobierno autonómico que —lo vimos todos— malversó millones, violó a conciencia nuestras normas fundamentales, empezando por el Estatut y la Constitución, y colocó Cataluña al borde del enfrentamiento civil y la ruina económica; en otras palabras: castigo ejemplar para los débiles e indefensos, impunidad para los poderosos. ¿Dónde quedaría aquí la igualdad ante la ley que promete la democracia? Y, ¿qué demonios quedaría entonces de la izquierda?

    No habrá amnistía, no como la del 77: me niego a creerlo. Los adversarios de Pedro Sánchez han forjado una leyenda según la cual el presidente es un tipo capaz de vender su madre a una red de explotación sexual con tal de seguir en La Moncloa.

    Muchos no nos la hemos creído, y por eso le hemos continuado votando. Sí: es posible que los Maquiavelo de turno le estén diciendo que a quién le importa que la amnistía sea inconstitucional, que patada a seguir y que ya la declarará en unos años inconstitucional el Tribunal Constitucional, si es que tiene cuajo para hacerlo; o que le estén aconsejando que vista a la mona de seda y —digamos— llame Ley de Empatía a la Ley de Amnistía, que seguro que cuela. No puedo creer que el presidente les haga caso: nos dará la razón a sus votantes, se la quitará a sus adversarios; mejor dicho, aprovechará esta oportunidad de oro para darles una buena lección: les demostrará que, para él, como para cualquier político de verdad, es más importante el futuro de la democracia que el presente del poder. No desaprovechará la ocasión.


Javier Cercas, Un llamamiento a la rebelión (El País, 23 de diciembre de 2023)

    Ética y política siempre se han llevado mal, pero, cuando la política se divorcia de la ética, empieza la antipolítica.

    Yo he visto cosas que nunca creí que vería. He visto cómo un partido progresista, a quien voté durante décadas, ha hecho justo después de unas elecciones lo que siempre dijo que nunca haría. He visto cómo ese engaño colosal suprimía a millones de personas, que políticamente ya no existimos o sólo existimos como papel higiénico: la prueba es que, en el acuerdo firmado por el PSOE y JxCat, Cataluña se identifica sólo con los secesionistas, lo que quiere decir que los no secesionistas, que ya sobrábamos en Cataluña, también sobramos ahora en España. He visto cómo primero nos engañaron los otros, ahora nos engañan estos y ya no queda nadie que nos pueda engañar. He visto cómo el Gobierno pactaba su continuidad con un prófugo de la justicia a cambio de la impunidad de éste. He visto cómo políticos amnistiaban a políticos acusados de delitos gravísimos (de los que ahora se enor­gullecen más que nunca), por una parte ínfima de los cuales usted y yo estaríamos en la cárcel. He visto cómo se intentaba disfrazar de concordia el aumento exponencial de la discordia, y de perdón el hecho de pedir perdón; la amnistía es lo opuesto al perdón (que presupone arrepentimiento, inexistente en este caso): si el delito se borra, nunca fue delito: fue un invento. He visto cómo el PSOE acataba en un pacto las trolas completas acuñadas por un partido reaccionario, supremacista y xenófobo; y, por Dios santo, si el fundamento de un pacto es falso, ¿cómo quieren que sea el propio pacto? He visto que el Gobierno hacía lo peor que puede hacerse en política: en vez de intentar resolver un problema, legárselo multiplicado a tus descendientes. He visto que, en privado, todos los políticos progresistas con quienes me cruzo están contra la amnistía, aunque en público todos estén a favor. He oído asegurar que, con la amnistía, los secesionistas han renunciado a la llamada unilateralidad y vuelto a la Constitución, y he visto que a quien lo decía no se le caía la cara de vergüenza. He visto que contra la derecha todo está permitido, que quien protesta se convierte en agente del PP y que, para no parecerlo, se aplauden o se ignoran desmanes que provocarían una ira justísima si los hubiera perpetrado la derecha. Y he visto que el PSOE y un partido con el 1,6% de los votos dirimen el futuro de todos en secreto, en Suiza y con un mediador internacional (como si dialogaran Rusia y Ucrania), mientras el resto aguardamos temblando el veredicto de la superioridad… En fin, no queda más remedio que afrontarlo: tenemos una clase política cínica, irresponsable y envenenada por el poder, que no trabaja para unirnos sino para separarnos, que considera el engaño un instrumento legítimo, y pueril la mínima exigencia ética. Hemos tocado fondo.

    Llegados aquí, yo sólo veo dos opciones: una es fingir que la realidad no es la que es y que no sabemos lo que sabemos —”disonancia cognitiva” llaman los psicólogos a este fenómeno apasionante—; la otra es la insumisión. No tengo nada que reprochar a quienes opten por lo primero, siempre y cuando sean indigentes, sin papeles o analfabetos; yo opto por lo segundo. A partir de este momento me declaro antisistema, paso a la clandestinidad y llamo a la rebelión general. Esto se traduce en dos cosas. Una: de ahora en adelante votaré en blanco. Y dos: abogaré por la lotocracia, un tipo de democracia que propugna la elección por sorteo de nuestros representantes políticos, lo que, implantado de manera inteligente y progresiva, supondría una continua regeneración política, un antídoto contra el enloquecimiento provocado por el poder, un modo de que todos nos responsabilicemos de lo que es de todos y la única esperanza verosímil de que la ensuciada palabra democracia recupere su limpio significado primigenio: poder del pueblo. Por lo demás, prometo solemnemente no estrecharle la mano a ningún político español a menos que sea en presencia de mi abogado (o bajo amenaza de torturas). Señoras y señores políticos: esto no es antipolítica; antipolítica es lo que están haciendo ustedes.



Javier Cercas, Nada que celebrar,16 de noviembre de 2025 (El País-Aniversario del 20N-Opinión):

Muerto Franco, no se acabó la rabia. Cuarenta años son una eternidad: el 20 de noviembre de 1975, muchos españoles solo habían conocido el franquismo y casi consideraban que aquel régimen tenebroso de pícaros, patanes y meapilas era, más que una dictadura, el estado natural de las cosas. Esto explica que el sentimiento más extendido en España, el día de la muerte de Franco, no fuera ni de alegría ni de tristeza; el sentimiento más extendido era de incertidumbre, de perplejidad, de desasosiego. Nadie lo captó mejor que Julio Cerón, aquel singular diplomático que a finales de los años cincuenta fundó el FLP (Frente de Liberación Popular) y pagó con tres años y pico de cárcel su osadía antifranquista. “Cuando Franco murió, hubo gran desconcierto”, dijo. “No había costumbre”.

Hay quien piensa que la democracia era inevitable en España tras la muerte de Franco; asombrosamente, lo piensan incluso algunos protagonistas de aquel período. Es un espejismo teleológico. La democracia no es un don sino una conquista, así que nunca es inevitable, y mucho menos en aquella súbita España sin Franco; de hecho, algunos politólogos relevantes, como Giovanni Sartori, pensaban por entonces que los españoles no estábamos preparados para la democracia. El lema celebratorio de nuestro Gobierno –“España en libertad. 50 años”— comporta una falsedad flagrante. La muerte de Franco no representó el fin del franquismo; tampoco, el principio de la democracia. El franquismo era robusto a la muerte de Franco, aunque no lo bastante robusto para imponerse al antifranquismo; el antifranquismo era robusto a la muerte de Franco, aunque no lo bastante para imponerse al franquismo. De ese empate de impotencias surgió en España la democracia.

Pero no surgió en seguida. Lo que trajo la muerte de Franco no fue la libertad: fue el arranque de una serie de movimientos políticos y sociales que con el tiempo se conocería como Transición, y que terminó acarreando el cambio de una dictadura por una democracia. Ese período histórico se ha vuelto políticamente controvertido, no porque nuestros políticos tengan un interés real en la historia, sino porque incluso el político más zoquete sabe que, para controlar el presente y el futuro, primero debe controlar el pasado. Esta elemental sabiduría orwelliana es la responsable de que, desde que a mediados de la década pasada se desintegró o pareció desintegrarse el sistema de partidos engendrado por la Transición, esta haya ingresado en el campo de batalla político: los nuevos partidos necesitaban imponer una versión del pasado útil para sus intereses, manipulándolo o falsificándolo a conveniencia con el fin de deslegitimar a sus oponentes, a quienes consideraban con razón responsables de él. El resultado fue el afloramiento en el debate público de un relato dual y contradictorio de la Transición, que hasta entonces había permanecido soterrado, en germen.

Resultado de ese resultado: ahora mismo existe una versión rosa y una versión negra de la Transición. La versión rosa, respaldada por la derecha y por muchos protagonistas del período ansiosos por reivindicar su ejecutoria, postula que la Transición fue un período de concordia sin fisuras entre unas élites ejemplares, cuya sensatez inflexible y cuyo sentido histórico propició un tránsito pacífico de la dictadura a la democracia; respaldada por la extrema izquierda y los secesionistas, la versión negra argumenta que la Transición fue un enjuague ignominioso gracias al cual el Régimen por antonomasia —el franquismo— se transmutó en el Régimen del 78, que en el fondo no es una democracia auténtica sino una falsa democracia: el franquismo por otros medios. No sé si hace falta añadir que ambas versiones son falsas. La verdad es que, como muestran todos los índices de calidad democrática del mundo, la Transición alumbró una democracia real, peor que algunas y mejor que muchas, imperfecta como todas; también alumbró —esto no es una opinión: es un hecho— los mejores cincuenta años de la España moderna. No es menos verdad, sin embargo, que aquel fue un período muy complejo, saturado de claroscuros éticos, equilibrios políticos, tensiones sociales y violencia de derecha y de izquierda, y que, aunque desde mediados de 1976 hasta finales de 1978 dominó en la clase dirigente el acuerdo político, la responsabilidad histórica y la voluntad de salir entre todos de la dictadura y construir una democracia, a partir de principios de 1979, una vez aprobada la Constitución, la vida política conoció una discordia sin cuartel, una polarización extrema y, por momentos, una irresponsabilidad suicida, todo lo cual terminó abocando dos años más tarde a un golpe de Estado.

Ese fue el momento clave. Jurídicamente, la democracia empezó el veintisiete de diciembre de 1978, cuando se promulgó la Constitución después de haber sido aprobada en referéndum tres semanas antes; simbólicamente —es decir, realmente—, empezó a las seis y media de la tarde del veintitrés de febrero de 1981, en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, cuando los tres políticos más determinantes para la instauración de la democracia, que durante la mayor parte de sus vidas no habían creído en ella —Adolfo Suárez, el general Gutiérrez Mellado, Santiago Carrillo—, decidieron jugarse el tipo por la democracia. ¿Murió también entonces el franquismo? No hay que hacerse el interesante: sí, por motivos obvios; no hay que ser ingenuo: no, porque el pasado no pasa nunca: es una dimensión del presente sin la cual el presente está mutilado. Lo mejor que se puede hacer con el pasado, empezando por el pasado más tenebroso, es intentar entenderlo: esa es la única forma conocida de poder dominarlo y de impedir que sea él quien nos domine a nosotros, obligándonos a repetir una y otra vez los mismos errores. En otras palabras: es imposible hacer algo útil con el futuro sin tener el pasado siempre presente.

En cuanto a mí, el asco insuperable que me produce la muerte me impide alegrarme incluso de la de un individuo tan siniestro y sanguinario como Francisco Franco.

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