Textos Historiografía

 

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XIII - Historiografía


[Enrique Giménez López, Matar a un historiador  (Tomás y Valiente fue asesinado por ETA en 1996)]:
En el verano de 1987, la Universidad Menéndez Pelayo, en su sede santanderina de la Magdalena, organizaba un curso titulado «Delito y pecado en la España del Barroco». Participaron en él, bajo la dirección de Francisco Tomás y Valiente, historiadores del Derecho como Bartolomé Clavero, Enrique Gacto, José Luis Bermejo, Antonio M. Hespanha y Clara Álvarez Alonso. Fue, para los más de cien alumnos que tuvieron la fortuna de asistir, un curso inolvidable donde se unió el rigor con el humor, la seriedad conceptual con la más fina ironía. Para fortuna de todos, los textos de aquellas jornadas se reunieron en un libro que publicó Alianza en 1990 con el título de «Sexo barroco y otras transgresiones premodernas». Los dos primeros capítulos, que recogen las conferencias impartidas por Tomás y Valiente, tienen la virtud de mostrar, con transparencia meridiana, la pesonalidad irrepetible del hombre, del jurista y del historiador.]
Las mujeres plebeyas del siglo XVI tenían pocas alternativas. Lo deja claro el historiador Manuel Fernández Álvarez, catedrático emérito de la Universidad de Salamanca, en el título de su nuevo libro, Casadas, monjas, rameras y brujas.
Existían otros grupos sociales menores, pero ninguno apetecible: podían ser criadas, esclavas, conversas, moriscas o gitanas. 'Las mujeres de esta época eran menores de edad toda su vida', advierte Fernández Álvarez. 'Sólo las que formaban parte de la corte del rey vieron cómo su importancia pública se realzaba'.
Después de los éxitos de sus biografías Juana la Loca, la cautiva de TordesillasFelipe II y su tiempo Carlos V, el césar y el hombre, este profesor ilustrado y cordial ha decidido abandonar a las grandes figuras históricas para centrarse en las mujeres corrientes que vivían (o sobrevivían) en las ciudades de la península Ibérica en el siglo XVI. 'En verano del año 2000 di una serie de conferencias sobre el papel de la mujer en el Renacimiento con un éxito de público increíble... no ya por mí', explica con una sonrisa pícara y a la vez sincera, 'sino porque a la gente le interesa el tema. Me dije que tenía que escribir sobre esto'.
Con su reconocida habilidad para conjugar el rigor de los datos con un estilo ameno, lo que le ha llevado a vender más de 130.000 ejemplares de su Juana la loca, este miembro de la Real Academia de la Historia se puso manos a la obra. 'He procurado tocar todos los aspectos importantes. Por ejemplo, el estereotipo es la perfecta casada, pero las mujeres que engañaban a sus maridos eran relativamente frecuentes. Sobre todo porque sus padres solían casarlas a la fuerza'. En cuanto a las monjas, 'suele pensarse en santa Teresa, pero también estaban las monjas desesperadas, las que ingresaban en el convento empujadas por unos padres que no tenían dinero para su dote'. De la misma manera 'existía una prostitución reglamentada, la mancebía, pero también había rameras que trabajaban por libre y esclavas prostituidas por sus amos'. Dentro de los márgenes estrechos a los que se veían reducidas las mujeres, las cosas podían ser malas o peores. Dependía de su ingenio, de su valentía o de la suerte.


[Josep Fontana, Recuerdos de lectura de Carlos V y sus banqueros. Los 90 años de Don Ramón Carande, Triunfo, 1977]:

Quienes, como yo, estudiamos el Bachillerato en los años 1940 y conocimos la Universidad española de los primeros años 1950, tuvimos que sufrir una triste simbiosis de historia y adoctrinamiento político. Los textos escolares de Historia y los de “Formación del espíritu nacional” (FEN) eran tan semejantes que costaba distinguirlos -mi texto de FEN de séptimo curso se titulaba nada menos que “Los ideales del Imperio español”- y no era insólito que un mismo profesor se ocupase de ambas materias. A este adoctrinamiento en la enseñanza correspondía una práctica de la investigación que, puesta en la pendiente de la irracionalidad, había llegado al grado extremo de degradación que supone el menosprecio por el rigor erudito. Uno de los historiadores más influyentes en la Universidad de aquellos años, auténtico jefe de una escuela que asaltó, y sigue disfrutando, buen número de cátedras de Historia, podía permitirse el lujo de publicar un libro sobre La crisis política del Antiguo Régimen en España que estaba plagado de los errores más groseros y citaba los textos de segunda mano, con erratas disparatadas que alternaban por completo su sentido, sin que hubiera quien denunciase el fraude, antes bien, en medio de los plácemes generales por obra tan original y renovadora. Aquellos que entonces hicimos la descabellada opción de escoger el estudio de la Historia, dispuestos a rechazar la miseria intelectual dominante y convencidos de que era posible cultivarla con rigor científico, encontramos pocos maestros y ninguna ayuda. Yo tuve la inmensa suerte de poder contar con las enseñanzas de dos maestros excluidos de la Universidad -Ferrán Soldevila y Jordi Rubló- y de hallar en las aulas a Jaume Vicens i Vives, que estaba entonces en el momento más fecundo de su carrera. No había mucho más. Algunos de los viejos maestros habían emprendido el camino del exilio, como Altamira, que seguiría siendo, al otro lado del Atlántico, maestro de historiadores (¿cuándo se reeditarán sus libros y se publicarán aquí los que vieron la luz en América y son prácticamente desconocidos por los lectores españoles?). Otros pudieron sobrevivir a las depuraciones, pero trabajaban en silencio, sin que las fanfarrias de la ciencia oficial se ocupasen de ellos, dedicados a investigar, escribir y enseñar. De ahí la importancia que para todos nosotros tuvo la aparición en los años más difíciles de esa época, del primer volumen del “Carlos V y sus banqueros”, de Don Ramón Carande, que representaba un soplo de aire fresco, de dignidad científica y de sensatez en medio de un asfixiante paisaje de evocaciones imperiales de cartón piedra. ¿Cómo fue posible que los celadores de la ortodoxia no se dieran cuenta de la herejía que representaba escribir un libro sobre Carlos V y empezar hablando de Castilla, esto es, de la sociedad y no del César y del caudillaje? La páctica académica invertía los términos. Todavía en 1966, Manuel Fernández Álvarez pudo publicar, dentro de la “Historia de España”, que dirigía Menéndez Pidal, un volumen titulado “La España de Carlos V”, donde se habla hasta la saciedad de Carlos V y apenas nada de España (razón que explica que sólo se hagan en él unas pocas citas al paso de los libros de Carande). Uno de los motivos de que la racionalidad del libro -esto es, su peligrosidad intrínseca- pasara inadvertida debe haber sido el rápido agotamiento del primer volumen y la forma demasiado discreta, casi clandestina, en que se publicaron los dos siguientes, a costa, claro está, de restarles lectores. La otra, el estilo de Don Ramón, que ocultó tal vez a lectores apresurados que aquel libro mostraba el reverso de la historia imperial que se propugnaba desde los medios oficiales, que trataba de averiguar los costes del imperio y de decirnos cómo se habían pagado y quién los había pagado. Por eso habrá que concluir que a lo mejor no fue un error, sino un acto lleno de consecuencias, el de aquel ministro de Educación que hace unos años sufrimos sobre nuestros hombros y que se opuso a que Don Ramón Carande fuera nombrado doctor “honoris causa”. A decir verdad, ni él merecía concederlo ni Don Ramón podía aceptarlo. No es mi propósito valorar la obra científica de Don Ramón Carande. Carezco de competencia para juzgarla, aunque no tanto que no sepa que se trata del mejor de nuestros historiadores vivos. Mi intención se reduce, simplemente, a recordar, en este noventa cumpleaños de Don Ramón, en esta su perenne juventud de nueve décadas, lo que su obra representó para toda una generación de historiadores, que hubo de formarse en tiempos harto difíciles. Decirle que no sólo quienes pudieron disfrutar de su enseñanza en Sevilla, sino también aquellos que la conocimos a través de la letra impresa, le hemos tenido por maestro. El homenaje que se le tribute hoy no será más que el reconocimiento de la deuda que hacia su persona y su obra tenemos. Sólo que no bastan la gratitud ni el homenaje. Hay algo más que le es también debido: el justo reconocimiento de su valía. Es hora ya de que su obra y en especial ese monumental “Carlos V y sus banqueros” que representa un hito en la historiografía española, salga del discreto silencio que la ha envuelto, para que los lectores de este país se enteren de lo que vale y significa. Ya es hora de que desplace de los estantes a tantos volúmenes de vacía retórica imperial como salieron de las prensas franquistas y que hoy nos parecen irremediablemente caducos, enmohecidos, más viejos que los de los propios cronistas del siglo XVI. Hasta hoy la obra de Carande ha pertenecido a los especialistas, a los historiadores: mañana pertenecerá a todos.
Nota bene: En 1940, Ramón Carande realizó una intensa labor de investigación en el Archivo General de Indias, que le sirvió para preparar su obra más famosa, pionera de la historia económica de España, una trilogía conocida con el título general de “Carlos V y sus banqueros”. El primer volumen, “La vida económica de España en una fase de su hegemonía, 1516-1556” apareció en 1943; los otros dos volúmenes que la integran son “La Hacienda Real de Castilla” (1949) y “Los caminos del oro y de la plata. Deuda exterior y tesoros ultramarinos” (1967). Concebida en un principio como un estudio breve sobre los empréstitos concertados por Carlos V con los banqueros europeos, la investigación de Carande se amplió hasta abarcar la estructura global de la economía española en la primera mitad del siglo XVI.
La nobleza y el clero, pese a su gran extensión, son cosas bien determinadas, pero el tercer estado exige el estudio de las clases rurales, del artesanado, etc. y si en el caso de las diferencias regionales de la nobleza se puede seguir su unidad a través de un sello común -unas normas y una mentalidad- a los nobles de toda España, en cambio, el campesino gallego, que cultiva una tierra de acuerdo con las reglas del Foro, el payés catalán, el huertano de Valencia o el jornalero andaluz son tipos humanos completamente distintos. Se puede hablar de una nobleza española a pesar de sus diferencias, pero no existe el «campesino español». La inmensidad del campo a recorrer y esas diferencias notables me convencieron de que ese trabajo podría hacerlo un grupo pero no una persona sola. Eso me dio la idea, cuando rehice La sociedad y el Estado en el siglo XVIII, de regionalizar la historia y plantear un «mosaico español» en paralelo con la idea de unidad, que también habría que discutirla mejor. Además de trabajar sobre las clases privilegiadas, ha estudiado de un modo quizá no sistemático sobre los conversos, los moriscos. los extranjeros. los cautivos. Sí, pero fíjese que son los dos extremos. He trabajado sobre los más altos y sobre los más bajos. Lo que queda en medio, que es la mayoría, no me he atrevido a abordarlo. No he llegado a dominar la historia de las clases medias, de la burguesía, del artesanado, de la clase obrera, como para hacer una monografía de cada uno de estos sectores, y además me parece difícil que un solo investigador pueda redactarlo... Mi dedicación a las clases más bajas se explica, primero, por la novedad del tema, pues eran cosas que no se habían tocado nunca. De la misma forma que encontré el tema de los esclavos, hallé el de los conversos o el de los gitanos y otros marginados: eran investigaciones que tenían el mérito de ser primerizas. Como eran nuevas tuvieron buena acogida y fueron para mí un doble motivo de satisfacción: para aprender y a la vez para enseñarlos. También hay que tener en cuenta que este encasillado en clase alta, media e ínfima no es algo rotundo. En la sociedad todo está mezclado. Lo que vemos a través de las clases marginadas es toda la sociedad, aunque lo hagamos al revés, por decirlo así; es el envés de la nobleza (que suele ser estudiada desde los aspectos brillantes). 
Cuando se estudian los expósitos, por ejemplo, tema en el que ya se me habían adelantado, realmente ves toda la sociedad desde la pobreza. Si esa categoría llena de tragedias fue desdeñada entre las marginales, a pesar de su importancia, la cuestión exige una explicación global. En los testamentos hay mandas para redimir cautivos, para dotar doncellas pobres, pero no las hay para los niños expósitos, que se morían de hambre y a nadie se le ocurría dar una parte de su fortuna para ellos, no les parecía elogiable ni sustancioso. La razón provenía de que dejar bienes para estos niños se consideraba algo deshonroso, por ser fruto del pecado y quién sabe si también por temor a la maledicencia, que se podría cebar en el autor del donativo... Lo que quiero decir es que a través del abandono de los expósitos se puede hacer un juicio global sobre la moral sexual de una sociedad; del mismo que estudiando a los esclavos se puede saber mucho de todas las clases sociales. Recíprocamente, al estudiar a un obispo, hay que hablar de su clientela, de su servidumbre. Si se descubre que es de clase modesta, ello permite el estudio sobre los medios para elevarse de rango de una familia modesta; o bien sus relaciones con el resto de la sociedad a través de sus limosnas, los pajes de la hidalguía local que se educan en el palacio episcopal, las inclinaciones artísticas, las fundaciones que promueve, los edificios que construye, las bibliotecas que reúne. Con la carrera de un obispo se pasa revista a los problemas sociales de toda la diócesis. Por eso digo que, aún estudiando las clases altas e ínfimas, he estudiado través de ellas algunas cuestiones de la sociedad global, pues las fronteras son flexibles.
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Hubo una edad de oro del hispanismo francés desde 1950, aunque ya Pierre Vilar o Bataillon empezaron antes de la guerra. ...  Se corrió la voz, porque es verdad, que los archivos españoles de los siglos XVI y XVII son de una riqueza imponderable, debido al hecho de que España, en especial Castilla, se organizó como Estado antes que las demás naciones. Felipe Il, el gran rey papelista que todo lo resolvía escribiendo, fue el fundador de Simancas, y la series de Simancas no tienen igual en Europa para aquel tiempo. Se podía hacer una gran tesis con material inédito sobre distintos temas: Pierre Vilar hizo su Cataluña en la España moderna: Bataillon, Erasmo y España: Chaunu, Sevilla y el Atlántico, etc.
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Aquella convivencia medieval -que realmente fue relativa- al final fracasó y se impuso un concepto monolítico de la España católica, monárquica, castellanocéntrica, etc.; y como reacción contra ella surge en el siglo XIX la tesis liberal, regionalista, etc. Como consecuencia lejana del fracaso de las tres culturas surgiría la dicotomía entre las dos Españas... La realidad actual nos hace pensar si no tendremos que hablar en el futuro de las catorce o quince Españas
España tiene la suerte de disponer de unos fondos de archivos riquísimos, casi inagotables (Archivo General de Indias de Sevilla, Archivo General de Simancas, Archivo Histórico Nacional, Archivo de la Corona de Aragón, archivos provinciales, municipales, eclesiásticos, etc.). Desde hace unos treinta años, los historiadores españoles están sacando un provecho extraordinario de este venero; continuamente están apareciendo en librerías aportaciones nuevas (publicaciones de fuentes y documentos, investigaciones monográficas), sin contar con las tesis, desgraciadamente inéditas, que se pueden consultar en las universidades en forma mecanografiada. Todo ello nos lleva a una continua revisión de datos y conclusiones que se creían definitivas y por lo visto no eran tales. Estos trabajos se caracterizan por su riguroso carácter científico y su objetividad. Temas que, hasta una fecha relativamente reciente eran todavía candentes porque daban lugar a enconadas disputas ideológicas, están ahora tratados con verdadero espíritu científico. Pienso, por ejemplo, en todo lo que está relacionado con la historia religiosa: Inquisición, judíos, conversos, moriscos, movimientos espirituales heterodoxos. El profesor Joseph Pérez. Un historiador director de la Casa de Velázquez. Para atenerme sólo a períodos que conozco mejor llaman la atención tres series de estudios: - Las investigaciones sobre la época colonial. Se escribe menos sobre temas ideológicos (las controversias sobre la conquista y la colonización, la leyenda negra) y más y mejor sobre aspectos concretos: la encomienda, el régimen de la propiedad, las situaciones sociales, elfuncionamiento de la administración, los movimientos económicos... - La reevaluación del siglo XVII y de los tres últimos monarcas de la Casa de Austria: significado de la figura del valido, mejor apreciación sobre la llamada "decadencia" (incluso se está cuestionando el concepto y la realidad de esta "decadencia"), la problemática fiscal y la economía, la significación exacta de la situación "constitucional" (papel respectivo de la corona, de las Cortes, de los municipios,.. .). - El recurso a la informática para determinadas investigaciones que se prestan a la cuantificación está dando resultados interesantes en la prosopografía de los grupos sociales (élites de poder, administración, ejército, sectores marginados.. .) o el funcionamiento de los procedimientos inquisitoriales. Esto es lo que veo de positivo en la historiografía contemporánea, tanto en España como en otros países, pero tiene dos contrapartidas que en algunas ocasiones no me convencen del todo: la primera es la tendencia a confundir lo científico con lo erudito; la segunda es el exceso de localismo. En cuanto a la confusión entre ciencia y erudición debo decir que no todo se reduce a acumular datos, aunque sean inéditos. Esta es una tarea previa. imprescindible, necesaria pero no suficiente: debe conducir a otra etapa, la verdaderamente científica: la interpretación, la explicación del pasado a la luz del material recogido. Como decía el matemático francés Poincaré a principios de este siglo, la erudición es un montón de piedras o ladrillos que va a servir para una construcción; según la manera de ordenar este material y la calidad del mismo el resultado será una humilde choza, una casa elegante o un soberbio palacio. En algunos casos creo notar, tanto en España como en Francia, un afán por recoger datos y publicarlos, pero un afán que se ve frustrado o le deja a uno frustrado porque no se ve bien qué se pretende demostrar o si se quiere demostrar algo. Debemos cuidarnos también contra el exceso de localismo. Antes de elaborar una síntesis sobre un problema, una época. una nación, es necesario disponer de buenas monografías sobre aspectos puntuales, locales, regionales. Este tipo de investigaciones no sólo tiene su interés intrínseco sino que es indispensable; pero conviene ir mucho más lejos, elevarse a un nivel más alto, hasta un punto de generalidad desde el cual los aspectos regionales o locales cobren su significación exacta. Privilegiar las diferencias y excepciones y descuidar la norma general puede llevar a falsear la historia o por lo menos restarle validez.


... en España el dominio del pensamiento social perteneció a filósofos que salieron a los caminos de la historia en busca del ser nacional. Constituyeron como problema central de su reflexión no un hecho social sino un concepto y hasta una metafísica -España o el ser de España-. El resultado fue que mientras en Inglaterra los grandes debates historiográficos se centraron en cuestiones como la transición del feudalismo al capitalismo o el nivel de vida de la clase obrera durante la revolución industrial; mientras en Francia se trataba de encontrar una historia total, capaz de establecer la sociedad como objeto de ciencia histórica y mientras los alemanes debatían sobre hechos sociales singulares como objeto de la ciencia social y producían obras como El burgués o Economía y sociedad, en España la gran polémica filosófico/histórica de la primera mitad de siglo, acentuada y agravada por la catástrofe de la guerra, versará sobre el origen y el ser de los españoles, que las máximas figuras del Centro de Estudios Históricos fueron a buscar a las alturas medievales o en el Siglo de Oro. No por casualidad, la única escuela española de investigación que ha obtenido respeto universal fue -según recuerda Dámaso Alonso- la creada en torno a Menéndez Pidal en la Sección filológica del Centro de Estudios Históricos.
Es evidente que de esa "escuela española" y de la posterior polémica en torno al ser de España -todo lo rica que se quiera- no podía nacer una corriente original de historia social, o sea, de una historia que constituye como objeto de su reflexión hechos y determinaciones sociales. Tal vez una historia social propia habría podido surgir - como ha señalado Josep Fontana- de la obra de Rafael Altamira, pero en todo caso, si eso pudo haber sido así, la guerra y la larga posguerra liquidaron esa posibilidad. Habrá, como escribe el mismo Fontana, que "partir de cero" (como habrá que partir también de cero en sociología) y esperar a los años 50 y 60 para que se renueven los intentos de historia social debidos, como se sabe bien, a la recepción entre selectos círculos de historiadores de las corrientes francesas más que a un diálogo autóctono entre científicos sociales e historiadores, lo que no dejará de condicionar la posterior evolución de esa (re)naciente historia social.
... Los límites que Jover señalaba hace veinte años a la historia social consistían en que había suscitado cuestiones fundamentales dejando en penumbra la realidad social en la que se sustentaban. Así, señalaba Jover, no hay ninguna historia que haya abordado el estudio de la sociedad española del siglo XIX de manera global. Las que lo han intentado, habría que catalogarlas más que de historia social de historia general a la manera clásica. Lo mismo podría decirse del desequilibrio existente entre la muy en boga historia del movimiento obrero y la desatendida historia de las clases trabajadores y, en fin, de la atención prestada a la revolución burguesa y a la reiterada entrada en escena de la burguesía en contraste con una talla y una fisonomía que quedaban indecisas, desdibujadas. A Jover le causaba cierta perplejidad la omnipresencia de una burguesía de la que por otra parte se ignoraba casi todo. Tal vez pueda encontrarse un motivo estrictamente histórico y de sociología académica a esta debilidad de fondo de nuestra historia social clásica. El descubrimiento de las clases sociales y de la relevancia que las diferentes estructuras de clases tienen para la configuración del poder político ha sido, en España, obra de los sociólogos que reflexionaron sobre la gran transformación de los años 60 y 70. No les quedó entonces más remedio que cuantificar y afinar conceptos: el éxodo rural y las transformaciones de las comunidades campesinas, la aparición de una nueva clase obrera con la expansión de las ciudades, y el crecimiento de las clases medias fueron algunos de los núcleos de interés de la naciente sociología española de los años 60 que, sin embargo, no estableció un diálogo fructífero con la historia, dedicada casi sin excepción al siglo XIX. De ahí que los historiadores hayan hablado de revolución burguesa o de movimiento obrero desconociendo casi todo de la burguesía y de la clase obrera, mientras que los sociólogos hablaban de la gran transformación de los años 60 desconociendo casi todo de la estructura de clases anterior a la guerra civil. Cuando la historia social se expandía en las universidades europeas y americanas gracias al diálogo entre urbanistas, demógrafos, sociólogos, expertos en nuevos movimientos sociales, antropólogos, economistas e historiadores, en España cada cual había acotado su territorio sin dar ocasión a ese tránsito fronterizo o ese cruce de caminos del que ha procedido el impulso para la historia social.
A esa razón de fondo podría añadirse la circunstancia de que la historia social contemporánea que surge de la Universidad española de los años 60 y 70 procede de una tradición en la que domina la historia de las ideas. ...  No hay que decir que el influjo del marxismo en los historiadores se centró sobre todo en una preocupación política y moral por las clases explotadas más que en cuestiones de teoría, método o de epistemología: se era marxista si se hablaba de clase obrera o campesina aunque al hablar de ella se estuviera haciendo la más tradicional y positivista historia de las ideas.
... tal vez la gran cuestión pendiente de las señaladas por Jover en 1971 sea la de la relación entre nuestra célebre revolución burguesa y nuestra burguesía. Cuestión que no tiene salida si no se define unívocamente los conceptos de revolución y burguesía y seguimos designando con idéntico concepto -revolución- la secular transición del feudalismo al capitalismo -en la que se emplearon cinco siglos según los cálculos más optimistas- y lo acontecido en alguna gloriosa fecha del siglo XIX; o designamos con la misma palabra -burgués- a Rockfeller y al mismísimo duque de Osuna, por el hecho de que ambos fueran propietarios de sus medios de producción en un mercado libre.
... en las facultades de Historia y en los encuentros de historiadores no suelen suscitarse discusiones con sociólogos, antropólogos, urbanistas, demógrafos. ... sólo gracias a un trato muy superficial con la teoría sociológica puede haberse producido la lamentable confusión entre marxismo y un vulgar funcionalismo que caracteriza a un sector de nuestros historiadores teóricos.
...  Es inútil lamentar que sea éste un país en el que no se hace crítica, en el que no se discute, en el que todos estamos apegados a las prebendas, atentos sólo a la última moda para copiarla desordenadamente, con una universidad sin disciplina intelectual, con profesores faltos de cualquier interés y ocupadísimos todos en la celebración de aniversarios.
... Por mucho que aquí se haya denostado El Mediterráneo, de Braudel, nada publicado en ninguna lengua española ha cumplido el papel de ese libro ni ha provocado la décima parte del debate que su publicación suscitó en los años cincuenta y sesenta, como nada de lo que nosotros hayamos escrito puede medirse en su aliento y en sus efectos con La formación de la clase obrera inglesa, de Thompson ni con El queso y los gusanos, de Ginzburg, modelos de nuevas y originales miradas sobre la sociedad, el sentido de procesos sociales y el mundo de la representación. Tres ejemplos de desigual significación, sin duda, con los que únicamente quiero recalcar la primera realidad de nuestra historia social: la ausencia hasta hoy de una obra que funde o simbolice una escuela, una tradición original por su objeto, por el impulso que la anima, por su diálogo con las ciencias sociales, por los métodos de investigación, por la calidad de sus resultados.
EL PARADIGMA DOMINANTE DE NUESTRA HISTORIA SOCIAL: LA HISTORIA DE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA COMO HISTORIA DE UNA FRUSTRACIÓN / CARENCIA 
El supuesto teórico de la interpretación dominante en historia social entendida como historia de la sociedad española contemporánea es el de concebir la sociedad como una totalidad con subsistemas, de los que el económico es el determinante. El primer contenido de esa interpretación debe afectar, pues, a la economía, que se considera bajo el peso del fracaso de la revolución industrial. El fracaso económico determina la frustración de la sociedad civil, que mantiene durante todo el siglo XIX y hasta la mitad del XX una estructura arcaica, sobre todo porque carece de una auténtica burguesía industrial. Sin sociedad civil poderosa y articulada, el Estado es ineficiente y débil e incapaz de desarrollar las tareas propias del moderno Estado nacional. Fracaso industrial, debilidad de la burguesía, ineficiencia del Estado como creador de la nación determinan la hegemonía cultural de estamentos e instituciones del Antiguo Régimen: tal sería en su más abstracta desnudez el paradigma dominante. La hipótesis que desearía proponer es que tal vez ha llegado el momento de revisar ese paradigma de la historia de la sociedad española como la de una frustración/carencia, elaborado por la generación intelectual de 1914 y reforzado, tras la experiencia de la guerra civil y el franquismo, por historiadores que trabajaban en un marco conceptual heredero simultáneamente de la Escuela de Annales y del marxismo y que impregna también a la naciente sociología. Se trata por tanto de revisar la historia de una idea, cuya biografía habría algún día que escribir, que es indisociable de la experiencia política de varias generaciones de españoles que explicaron su tiempo como desastre (generación del 14) o como frustración, carencia y, en definitiva, fracaso (generación de los nacidos en torno a 1930 y que empezaron a construir su obra en la cima del franquismo) y que sólo la nueva experiencia social y política de una generación que produce sus primeros trabajos en los años ochenta permite someter a crítica. 
... Tras una primera irrupción en los años treinta, los años sesenta presencian la emergencia de la sociología en España que, obviamente, reflexiona sobre la realidad cambiante de la que ella misma pretende convertirse en guía. La sociología, que busca tendencias a largo plazo y causas estructurales, conceptualizó al franquismo como una especie de resultado orgánico de nuestra anterior historia, entendida precisamente de tal modo que lo explicaba como un fenómeno por así decir natural y hasta buscado. La crisis de los años treinta y la guerra civil se presentaron como resultado del predominio de los intereses agrarios, el consiguiente fracaso industrial, la resultante debilidad de la burguesía y la inexistencia o poca densidad de las clases medias. El franquismo sería así la coronación, el culmen de nuestro fracaso histórico para construir una sociedad moderna, industrial, capitalista en el marco de un sistema político liberal y democrático; el punto de llegada de lo que Flaquer, Giner y Moreno llaman la "modernización frustrada" (concepto con el que cubren toda la historia de España desde 1808 hasta 1936); la "fórmula política que habían estado buscando las derechas españolas desde 1808"... La raíz del problema consistiría en que España carecía de un Estado Nacional mínimamente moderno y racional, en cuyo marco se desarrollara paulatinamente un mercado y una clase nacional burguesa.
Un punto fundamental de esta interpretación es que en la sociedad española no hubo una verdadera y sustantiva clase media hasta los años sesenta de nuestro siglo [el XX]. Los sociólogos, muy conscientes de su papel como privilegiados testigos de un cambio social que interpretaban como transición de una sociedad agraria, preindustrial, tradicional a otra industrial, capitalista o moderna, tendieron a sobrestimar la magnitud y radicalidad del cambio que ocurría bajo sus ojos sin percibir en el pasado más que un sistema social prácticamente inmutable en su estructura de clases desde comienzos del siglo XIX. ... como si sirvieran para toda la España de 1836 a 1936 las reflexiones de Larra sobre la inexistencia de una clase media situada entre la aristocracia y el pueblo. Prevaleció así, como explicación de la sociedad española desde la revolución liberal hasta el franquismo una especie de argumento circular: el fracaso industrial determinó una estructura de clases arcaica que a su vez ahondó el fracaso industrial, impidió la formación de una clase burguesa a nivel nacional y determinó en consecuencia el fracaso de la revolución burguesa del que el franquismo sería último resultado. Es como si se dijera, exagerando un poco, que en la sociedad española no pasa realmente nada desde 1836 a 1936. El resultado: la guerra civil, Franco y su régimen.
... el análisis de la estructura de la sociedad española desde la revolución liberal de los años treinta del siglo XIX se limita a variantes respecto a lo que Richard Herr denominó "the entrechment of a new oligarchy": "aristócratas con pedigrí y terratenientes arribistas, manufactureros vascos y catalanes, promotores urbanos, constructores de ferrocarriles y explotadores de minas: todos juntos formaron la nueva clase dominante de España" que habría de permanecer en el poder desde los años cuarenta del siglo XIX hasta los treinta del XX. O, como lo ha escrito Raymond Carr: "el trigo castellano, los textiles catalanes, el hierro y el acero de las provincias vascas, el carbón de Asturias y las distintas exportaciones agrícolas y mineras del Sur, configuran los grandes intereses económicos del siglo".
... No es que no haya existido en España una burguesía revolucionaria: la revolución de los años treinta prueba bien el arrojo político de la burguesía, como lo manifestara de nuevo la revolución de Julio y la Gloriosa. No se trata de eso, sino de que una vez iniciada la revolución, y dada su debilidad, la burguesía se asusta de su propia obra y recurre a una alianza con la nobleza o llama directamente a los militares para detener el curso de su propia revolución: "el pueblo les da miedo", como ha escrito uno de los más destacados tratadistas de la revolución burguesa. De ahí que pueda postularse una "refeudalización" después incluso de que se hubiera realizado la revolución burguesa. No es de extrañar que entre los historiadores sea imposible el acuerdo en torno a la fecha de la consumación de la revolución y que un mismo historiador se encuentre en el caso de atribuir una determinada revolución a la burguesía para inmediatamente después endosar la contrarrevolución al mismo sujeto en virtud de no sea sabe muy bien qué proceso dialéctico. ... Una sociedad no puede ser simultáneamente tan inmadura como para entregarse en 1923 a un dictador y siete años después tan madura como para establecer pacíficamente una democracia que en solo cinco años queda destrozada bajo una nueva dictadura. En su más extremada concepción, la oligarquía aparece como agente único de todo este proceso, utilizando al ejército como brazo armado o, cuando sus intereses así lo exigen, desprendiéndose del ropaje autoritario para ensayar fórmulas democráticas que, finalmente fracasadas, la inducen a llamar de nuevo a los generales en su auxilio. Franco sería la última expresión de esa historia.
ELEMENTOS PARA UNA REVISIÓN 
Este paradigma de la historia de la sociedad española contemporánea debería confrontarse con la reciente investigación historiográfica. ...
Las incitaciones a esta revisión proceden sobre todo de la rama de la historia que más ha contribuido en las dos últimas décadas a aumentar nuestros conocimientos y ampliar nuestros horizontes y que, casualmente, es la que servía de cimiento a toda la anterior construcción. Me refiero, claro está, a la historia económica. ... el franquismo, más que resultado de un estancamiento agrario, fue su causa. El franquismo no podría entenderse como consecuencia de una estructura social agraria inmóvil y creadora de insoportables tensiones sino como quiebra de una línea de cambio y expansión, lenta, desde luego, pero sostenida; interrumpe más que culmina un proceso; provoca la ruina de la agricultura más que es causado por ella. ... el franquismo no aparecería entonces como culminación de un fracaso de industrialización sino como el régimen que provoca la quiebra de un crecimiento sostenido a largo plazo que si no es suficiente para alcanzar el nivel de los países de Europa occidental, tampoco es tan dramáticamente distinto del de otros países del área mediterránea, como Italia.
... no pocos de los historiadores de una nueva generación que reclama una historia teórica y alientan revistas de historia social, parecen conformarse también con la visión y -lo que es más duro de entender- el marco teórico recibidos: burguesía débil que, por miedo a su aliado popular, se arroja en manos de la aristocracia para formar la oligarquía y llamar, cuando su poder corre algún peligro, en su auxilio al ejército. Una visión reduccionista de la sociedad que conduce lógicamente a una visión reduccionista de lo político, hasta el punto de que el desarrollo global del proceso político, pero también cualquiera de los múltiples cambios de gobierno y hasta de régimen se atribuyen directamente, sin mediación de ningún tipo, a la oligarquía, a la burguesía, o en general a las clases dominantes. Hasta hoy mismo, la antropomorfización que Thompson criticaba como una forma fácil de historia y el rechazo a considerar la autonomía, siquiera relativa, de lo político, de las relaciones de poder en el conjunto de relaciones que constituyen una sociedad, es perceptible en afirmaciones como que la burguesía llama a tal o cual general para elevarlo al poder o en la no menos antropomórfica imagen del ejército como brazo ejecutor de la oligarquía agraria e industrial, afirmaciones que se pueden encontrar en diferentes libros publicados después de 1990.
Es probable, sin embargo –y esta es la hipótesis que quisiera formular-, que si se realizaran investigaciones sobre las clases sociales tan rigurosas como las que se han publicado sobre la economía, la interpretación de nuestro pasado agrario e industrial como el de una crecimiento lento pero sostenido que se acelera desde 1910 y se interrumpe con la guerra y el franquismo valdría también para definir el proceso de formación de la sociedad capitalista y de la moderna estructura de clases. Sin pretender que España fuera una sociedad moderna, o plenamente capitalista, en su estructura de clases, es indudable que las categorías profesionales incrementaron significativamente su peso en los treinta primeros años de siglo [XX], mientras se reducía en términos absolutos y relativos el peso de la población agraria y crecían, hasta doblar su tamaño, las grandes ciudades. 
... Más que resultado de una estructura social arcaica, más que la culminación de una revolución burguesa fracasada, el franquismo, n esta hipótesis, sería interpretado como interrupción o quiebra de una proceso de modernización, de acelerada transformación, llena de tensiones, como en todas, de la estructura social.
... una cosa debería quedar clara: cuando se critica el reduccionismo del análisis predominante no se pretende, en modo alguno, arrojar por la ventana a la criatura con el agua sucia en la que se ha bañado durante tanto tiempo. No se trata de liquidar las clases sociales ni de subestimar la importancia del análisis de clase para la comprensión de las relaciones de poder en la formación del Estado nacional español de los siglos XIX y XX. De lo que se trata es de que no pase por historia teórica lo que no es más que un vulgar funcionalismo servido en lenguaje marxista; se trata, por tanto de reivindicar para la clase social su verdadero status, sin convertirla en una especie de sujeto con intereses perfectamente transparentes y dotado de sentimientos y de voliciones característicos de una persona.
Un análisis de clase, pues, que además de investigar la estructura social basada en la producción, indague en las ideas y actitudes de los miembros de cada clase y en la determinación de los fines colectivos por medio de la acción organizada. Es evidente que las clases pueden llegar a tener intereses comunes a todos sus miembros, pero no lo es menos que esos intereses no son obvios, que se construyen socialmente por mediio de núcleos organizativos que tienden también a reinterpretar los intereses de clase en función de los intereses de la propia organización. No se entendería, de otro modo, que en la República, por ejemplo, uno de los conflictos sociales más agudos fuera el que opuso a dos grandes organizaciones obreras, o que en la revolución de julio de 1854 grupos de burgueses dirigieran las juntas revolucionarias mientras otros veían en la impotencia cómo ardían sus muebles.
... las clases de la sociedad capitalista no se constituyen en el ámbito de la ciudad sino en el del estado: sin moneda, sin sistema financiero, sin infraestructuras de transporte y comunicaciones, sin mercados, es simplemente imposible pensar la burguesía como clase, como también lo es pensar la clase obrera. ...  La burguesía es, por definición, una clase nacional, y en este sentido su configuración local está también determinada por el proceso de su formación como clase nacional –dando a la palabra nacional toda la neutralidad valorativa que se quiera; no se trata ahora de plantear la cuestión de la existencia o no de una nación española- ...


[Ricardo García Cárcel, La reciente historiografía modernista española, Chronica Nova, 2001]:
La trayectoria de la historiografía española, evidentemente, tiene una periodificación muy diferente a la historiografía europea. La ruptura con el siglo XIX ha sido total. Rompió el franquismo con el siglo XIX, de cuyo seno sólo rescató a Menéndez Pelayo y los suyos. La historiografía canovista del XIX (de Danvila a Rodríguez Villa o Maldonado Macanaz) fue despreciada y, por supuesto, la historiografía liberal o regeneracionista (en especial, Altamira) fue silenciada. Pero la realidad es que la historiografía progresista subsiguiente a 1975 tampoco buscó conectar con los viejos antecedentes liberales del siglo pasado. La historiografía del siglo XIX para los historiadores de mi generación ha sido absolutamente ignorada, lo que, desde luego, no ha ocurrido en ningún otro país europeo. Por otra parte, la historia económica ha sido hegemónica hasta finales de los ochenta (en cambio, en Francia, la enterró la tercera generación de Annales en 1968); la polémica sobre la historia narrativa (Stone-Hobsbawn) de finales de los setenta no llega a nuestro país hasta finales de los noventa; la historia de las mentalidades sólo ha podido emerger en los noventa, con veinte años de retraso... El sucursalismo europeo de la historiografía española respecto a la europea ha cambiado de referentes. De la fascinación por la historiografía francesa se ha pasado en los años noventa a la total dependencia de la historiografía anglosajona. Sólo el hispanismo francés (Pérez, Bennassar, Vincent) ha resistido en el hundimiento del valor referencial de la historiografía francesa, pero, con todo, tengo la impresión que el hispanismo anglosajón (Elliott y su escuela) tiene hoy mayores ascendientes sobre la historiografía española que el hispanismo francés.
...Inquisición... judíos... moriscos...
El desarrollo de la historia local ha generado reservas radicales por parte de historiadores como Santos Juliá: Ya desde antiguo —concluía el citado historiador— la Universidad española vive de espaldas a la investigación en otras regiones del mundo. Si a este permanente desinterés por lo de fuera se añade la fascinación por lo local y se asumen sus efectos al particularismo extremo que está cayendo como un manto de hierro sobre nuestras universidades, se acabará por trazar como ideal de historiador un camino que va de la cuna a la tumba; aquí me muero. Porque al final, con tanto localismo y tanto particularismo extremo, tanto proteccionismo oficial y tanto particularismo universitario, cada cual habrá recuperado su identidad, pero sólo un segundo antes de percibir lo irremediable de la asfixia.
La reacción “estatalista” se dejó sentir en todo un aluvión de historias de España, como si el frenesí del plural necesitara del contrapeso del singular España. En los últimos años parece resurgir una cierta ofensiva del nacionalismo español que parece resucitar conceptos como el de la Leyenda negra, que uno creía humildemente que había enterrado....
La microhistoria no ha tenido en España más que muy esporádicos cultivadores (el mejor, sin duda, Jaime Contreras) pero no ha prosperado el modelo como lo hizo en Italia. ...
... fue bien visible la hegemonía de la historia económica y social. Efectivamente en estos años el deslizamiento de los historiadores españoles hacia la economía y sociedad es obsesivo. Como he dicho antes, el fenómeno no empieza en 1975. En realidad, desde 1975 se radicaliza simplemente el modelo iniciado en los años setenta. La obra de Domínguez Ortiz, de Garande, de la escuela de Vicens (Reglà y su prolongación valenciana encabezada por Emilia Salvador) había sido, desde la década de los sesenta, el estandarte de una generación de historiadores fascinados por la historia económica y social. Esta historia había penetrado en España a través de dos vías: Braudel y la segunda generación de Annales y Vilar. El primero con toda su escuela (discípulos directos en España sólo fueron Ruiz Martín y Vázquez de Prada) contribuyó decisivamente a que los historiadores españoles se lanzaran hacia la metodología cuantitativista que supuso infinidad de trabajos de historia coyuntural (población, precios, rentas e intercambios comerciales fueron las variables más estudiadas). Nadal y Bustelo, Eiras Roel y su escuela (en primera línea, Barreiro y Pérez García), Anes y García Sanz, Martínez Shaw, Bernal y García Baquero, fueron los principales referentes del estudio de cada una de estas variables. Los coloquios de metodología de las ciencias históricas, organizados por Eiras Roel, son bien representativos de esta corriente historiográfica. La obra de Vilar (una influencia más indirecta que directa) proyectó a muchos historiadores hacia estudios estructuralistas de signo ideológico marxista, especialmente interesados en reconstruir los diversos modelos de transición del feudalismo al capitalismno aplicándolos a los estudios regionales en España.
La historia social refleja, en estos años, la incidencia de una historia militantemente antifranquista, comprometida ideológicamente. Se trataba de una historia de las clases sociales, de las que sólo Domínguez Ortiz había estudiado las clases privilegiadas (nobleza y clero). Empiezan a estudiarse la burguesía, cuyo análisis era una vieja asignatura pendiente. Se rompió, en definitiva, el mito liberal de la inexistencia de la burguesía y de su revolución en España. Las obras de Maravall y Pérez sobre las Comunidades de Castilla son significativamente testimonios de que había habido una burguesía en España —en Castilla, puesto que la realidad de la burguesía catalana estaba ya tradicionalmente asumida—, una burguesía que había intentado hacer su revolución y la había perdido. La refeudalización o la traición de la burguesía, de raíces braudelianas, han sido los grandes conceptos esgrimidos por esta generación de historiadores postfranquistas obsesionados por la transición del feudalismo al capitalismo. La problemática de la repoblación del Reino de Valencia tras la expulsión de los moriscos sirvió para incentivar la imagen de rearme feudal que se ligó siempre a la crisis del siglo XVII.
La segunda línea de investigación fue la historia política. En este ámbito, las influencias dominantes no han venido de la historiografía marxista (Perry Anderson y los debates sobre la naturaleza social del absolutismo) sino de la historiografía más clásica anglosajona, con la escuela de Elliott a la cabeza y, en menor grado, Lawrence Stone. Mi tesis (1975) sobre las Germanías de Valencia estaba claramente inspirada por el modelo metodológico de Stone. La obra de Elliott —en particular su opera prima sobre la revolución catalana de 1640— ha generado una fascinación evidente por los estudios de confrontación centro-periferia (court-country) y los fenómenos de clientelismo, lobbys y grupos de presión varios. La historia de la administración en España así ha evolucionado de los referentes hispánicos (Valdeavellano) hacia los estudios prosopográficos sobre la identidad del poder. Pere Molas y su escuela, ha sido trascendental en este ámbito. La historia del derecho ha jugado un papel fundamental en estos años, superando, eso sí, la descripción de las instituciones para penetrar en la historia social del régimen jurídico-político. La monarquía absoluta de la España del Antiguo Régimen ha sido estudiada magistralmente desde diversas perspectivas por Tomás y Valiente, el ya citado Escudero, González Alonso... Muchos de estos historiadores, desde el ángulo de su interés por el procedimiento, han contribuido decisivamente a conocer mejor el Santo Oficio....
El último ámbito historiográfico al que quiero referirme es el de la cultura y mentalidades. La cultura era, ciertamente, el hermano pobre de los sectores historiográficos. La historia de la cultura había estado ciertamente cargada de lastres y prejuicios. De hecho, sólo había estado cultivada por algunos pioneros solitarios. Maravall había desarrollado la historia de la cultura-mensaje, con toda su estela de connotaciones sociales que intentaba explicar los productos culturales en función de la dependencia institucional, de la servidumbre respecto a los grandes poderes de la Iglesia y el Estado. La historia de la cultura-erudición, modelo Batllori, había dado también sus frutos demasiado desmigajados y vinculados a una adscripción social ciertamente de cultura oficial o de élites. J. Caro Baroja, por su parte, había contribuido a desmenuzar la cultura como sistema de valores. Desde sus respectivos miradores, Maravall, Batllori y Caro Baroja habían liberado —y eso debe resaltarse— la historia de la cultura del secuestro de que había sido víctima por parte de la derecha tradicional. Porque, efectivamente, la historia de la cultura española ha estado tradicionalmente condicionada por los debates estériles entre conservadores y liberales, ya desde la segunda mitad del siglo XVIII, en torno a la valoración de los factores de represión o subdesarrollo cultural (la Inquisición, Felipe II o el nacionalcatolicismo). La izquierda en su empeño en culpabilizar a los demonios de siempre se vio obligada a minimizar permanentemente el legado intelectual del Siglo de Oro. La derecha se encontró con el regalo de ser ella quien se encargara de glosar las excelencias de nuestra tradición intelectual. La historiografía franquista asumió literalmente el “menéndez-pelayismo” con toda su beligerancia épica en defensa de aquel supuesto pasado intelectual glorioso. Discretamente, desde la ambigūedad de su presunta condición de privilegiados del sistema y desde la ilusión del posibilismo, estos historiadores se lanzaron a rescatar al “otro” pensamiento español: el de los contestatarios, utopistas, reformistas, rompiendo la imagen de la unanimidad oficialista del pensamiento español y la concepción esencialista de la cultura española como un sistema de valores orgánico y acercando, en definitiva, España a Europa. Maravall, Batllori y Caro Baroja superaron el viejo e inútil debate del “problema de España” que tantas páginas hizo escribir a Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz y que se había deslizado por los senderos de la metafísica o la etnohistoria. El salto cualitativo de la biología de los caracteres nacionales a la interpretación sociológica o política constituyó toda una revolución en la historia de la cultura....
En España, aparte de la incidencia de la crisis de la historia, a escala general (múltiples indicadores se constatan, desde la caída editorial de las monografías históricas al progresivo empobrecimiento de las revistas históricas), se deja sentir mucho en estos años el impacto de la memoria histórica de los centenarios con todas sus connotaciones políticas. Se comenzó con el centenario de Carlos III en 1988, alcanzó su clímax en los múltiples centenarios ligados a 1992, y en los últimos centenarios de Felipe II (1998) y de Carlos V (2000), la Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V ha promovido congresos, exposiciones de gran eco mediático, publicaciones magníficas con el fin de “coordinar, impulsar y organizar todas aquellas iniciativas que pudiesen contribuir a mejorar el conocimiento de aquel período de nuestra historia, crucial y, con frecuencia, distorsionado”. La sobrecarga oficialista de estas celebraciones es evidente, aunque, desde luego, el balance de publicaciones que, en definitiva, constituyen lo que queda de las efemérides celebradas, puede calificarse de muy provechoso para los historiadores del futuro. Lo peor de todo es el riesgo de que los historiadores olviden la vieja función crítica de la historia para convertirse en cultivadores de mercancías folklóricas o presuntos cómplices de grandes operaciones ideológicas de instrumentalización política de determinados hechos o de determinados personajes históricos.
El catedrático de Historia Miguel Artola (San Sebastián, 1923), que inauguró los Cursos de Verano de la UPV con una conferencia sobre el centenario del 98, sostiene que la enseñanza de la historia debe afrontarse desde una perspectiva universal y critica la perspectiva reduccionista y "local". El premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales de 1991 explica que, en último término, la historia es un instrumento político que puede ser utilizado tanto para explicar el presente como para recrear un pasado que proporcione legitimidad a la construcción del futuro. Pregunta. La pérdida de las colonias sumió a España en una "peste de acabamiento y desesperanza", en palabras de Azaña, a la vez que impulsaba el regeneracionismo. ¿Cuál es su visión a los cien años de aquellos episodios que pusieron fin a la larga decadencia del imperio? Respuesta. En 1898 se produjeron fenómenos diferentes que con el paso del tiempo se han sintetizado en un sólo hecho. Por un lado están la guerra con los insurrectos cubanos y el conflicto militar con Estados Unidos, y por otro el desarrollo del movimiento regeneracionista, cuyos promotores crean el concepto de "desastre": un discurso lleno de buenas intenciones y desastrosos resultados al describir una presunta incapacidad del pueblo español para incorporarse a la modernidad. P. ¿España como problema? R. Es una cuestión que se suscitará con posterioridad, pero que deriva de los regeneracionistas. Éstos plantearon un debate metafísico sobre las responsabilidades de por qué España no estaba a la cabeza, lo que constituía una falacia. Este planteamiento tenía un riesgo psicológico, porque si uno sólo se compara con el primero, en aquel entonces Inglaterra, tiene grandes probabilidades de no conseguirlo. Hubo quien llegó a sostener que la incapacidad española, la "anormalidad" de España, era consecuencia de un problema genético. P. La emergencia de los movimientos nacionalistas fue contemporánea de aquel "malestar" español. R. El movimiento catalanista es anterior, aunque en un primer momento se presentará como una forma de regionalismo. Por el contrario, el nacionalismo vasco se presenta desde un principio como un movimiento nacionalista. Su surgimiento proyectó una imagen de desintegración que reforzaba el discurso regeneracionista, que era nacionalista español. Es la España invertebrada de Ortega y Gasset. Historia universal P. ¿La historia sirve para entender el presente, o para reinventar el pasado y construir una identidad nacional? R. Para las dos cosas. El problema de la historia es que es un instrumento político de primer orden. La historia tiene la utilidad de explicar cómo hemos llegado a la situación en la que nos encontramos y de llevarnos al sitio donde queremos ir. R. El profesor de historia José Alvarez Junco aboga por "rescatar la Historia de las garras de los nacionalismos". R. Es una frase. Existe una historia nacionalista que arranca del postulado de la existencia de una nación. Sin embargo, yo creo en la historia universal, aunque por limitaciones de los historiadores hagamos historias más pequeñas. ¿Cómo vamos a entender la unidad religiosa sin la Reforma protestante, el liberalismo sin la Revolución Francesa o el nacionalismo sin el pensamiento alemán? P. La historia ha sido uno de los puntos centrales de fricción en el debate suscitado por la reforma de la enseñanza de las llamadas Humanidades. R. El Estado de la las nacionalidades no se puede explicar si omitimos todas las versiones del Estado anterior que han ido configurando la realidad actual. P. El consejero vasco de Educación, Inaxio Oliveri, ha defendido la potestad de las comunidades autónomas para definir los contenidos de la asignatura de historia, señalando, por ejemplo, que la historia de la Edad Media tiene enfoques diferentes en cada pueblo. R. Eso es puro constructivismo de la historia, no para explicar el presente sino para construir el futuro. No comparto el discurso doctrinal de lo inmediato, el planteamiento de que un niño tiene que construir su mundo a partir de lo inmediato. Por el contrario, considero que el hombre tiene que construir su mundo cultural a partir del universo.
P...  ¿Qué nos pasa a los españoles con nuestra historia?
R. A veces creo que se puede explicar racionalmente y a veces creo que es un misterio. Yo pensaba que lo habíamos superado, que los casi cuarenta años de bienestar y democracia y de demostrar que los españoles hacían lo mismo que otros países europeos, habían conseguido superar eso que decía María Zambrano, al referirse a los problemas que tenían los españoles para asumir su historia, que la entienden como sombra, como culpa solamente.
¿Qué nos ocurre? Creo que hay, desde luego una explicación histórica: no creo en el esencialismo, me niego a aceptar que nosotros somos así y ya está, eso es falso, los pueblos y la historia lo modifican todo. Lo que sí hay son conductas, tanto de individuos como colectivas, de los pueblos, (las ciencias cognitivas, la psicología, lo llaman la “compulsión repetitiva”) que ante determinados problemas o ante determinados estímulos actúan de una manera y, aunque haya sido un error, se crea como un bucle que se vuelve a repetir de modo compulsivo, repetitivo.
Aplicando eso, aunque con todas las cautelas para no caer en el esencialismo, lo que tenemos es una tradición que nace en un momento dado en el siglo XVII, en el barroco, con un sentido de lo efímero, de la muerte, muy especial. Hablaban de la declinación (ellos no lo llamaban decadencia) del Imperio, de que todo lo que subía bajaba. A mí me impresionan mucho los arbitristas del siglo XVII, grandes escritores (aunque hay de todo) terriblemente pesimistas que ya están anunciando, antes de tiempo, que las Españas se desmoronan (porque realmente hay que esperar a la segunda mitad del siglo XVII y a la entrada del nuevo siglo).
Entonces era el todo o nada, el síndrome del todo o nada. Incluso Elliot comparaba la pérdida del Imperio de Inglaterra en el siglo XX con lo que nos había pasado en España, la declinación que se veía en la segunda mitad del XVII. Estás en el punto más alto, hegemónico, y de repente no eres más que una potencia en el XVIII. En realidad España seguía siendo una primera potencia, no hegemónica, ya que no dominaba el mundo como desde el XVI, pero sí una gran potencia. Y los fracasos se viven de una manera también compulsiva. A mi me impresiona mucho, comparando a España y Francia, cómo Richelieu convierte algunos fracasos en victorias y cómo en España los fracasos son siempre el triple de lo que fueron en realidad. Por ejemplo, la Gran Armada de Felipe II se ha considerado, y es un tópico, como el principio del fin ¡Nada más falso! La Gran Armada fue, efectivamente, un desastre porque los elementos no ayudaron y las tropas de Farnesio no llegaron a tiempo, unido a todos los demás avatares. Pero ni muchísimo menos fue el final de nada, le vino muy bien a Inglaterra pero España recuperó años más tarde su flota. Es esa exacerbación del fracaso, esa fracasomanía que nos atribuía alguno…


[Antonio Elorza, La caza del mito, 2019]:
Nadie duda ya del papel desempeñado por el mito en la génesis de los nacionalismos, después de los estudios clásicos de Hobsbawm y de Benedict Anderson. Solidificados en el marco de la tradición, los mitos propician una visión enteriza del sujeto colectivo, y al mismo tiempo la idealización de su pasado y la designación del otro como enemigo. Y dada esta utilidad, son duros de pelar cuando hace falta desmontarlos. Pensemos en la supuesta oposición medieval a la conquista de Cerdeña por la Corona de Aragón, que encubría una verdadera oposición posterior de los sardos al dominio piamontés/italiano. Mommsen demostró la falsedad del invento. Inútil.
Desmontar mitos es saludable; no lo es confundir realidad con mito. Lo hemos experimentado con nuestra guerra de Independencia, cuya negación es tan útil, porque arrastra la de la nación española. Citarla, opinaba Anasagasti, era sentar plaza de Agustina de Aragón. Ni más ni menos. Tanto para críticos chocarreros como para perseguidores del mito, de nada valió que hasta los franceses hablasen el 10 de mayo de independencia española y que los escritos patrióticos la reivindicasen hasta el hastío. Se dice que la expresión solo surgió tardíamente. Para refutarlo no sirve que una Historia de la revolución española de 1812 elogie “los prodigiosos esfuerzos hechos por la nación española para sostener su independencia”. También el contra-mito es duro de pelar.
Ahora la historia se repite con el término “Reconquista”. Rechacemos el relato tradicional que va de los inexistentes Pelayo y su Covadonga a los Reyes Católicos de la España una, y que forma parte del arsenal ideológico derechista. Pero conquista árabe en 711 sí hubo y también su expulsión deliberada en 1492, con una continuidad marcada por la referencia al espacio común de Hispania (J. A. Maravall). Desde la crónica mozárabe de la ruina Spanie en 754 a la de Hernando del Pulgar sobre los Reyes Católicos, empeñados en “lanzar de todas las Españas el Señorío de los Moros”.
Sin esperar a la etiqueta decimonónica. Del mismo modo que ya hubo genocidios antes de su descubridor Lemkin o que en el año Mil existiera Cataluña antes de llamarse así (Bonnassié). En la creación del mito de Pelayo bajo Alfonso III no solo interviene la herencia goda; es antecedente de la salvación de Hispania (Spanie salus). Para llegar a la unión de Coronas imperfecta con Isabel y Fernando, que bien o mal irá luego más allá de la “monarquía compleja”, derivando hacia una “monarquía de agregación” con la Corona de Castilla como núcleo. Primer paso: la incorporación de Navarra en 1515. Historiar es analizar y ponderar, más allá de polémicas ocasionales.
Sabemos que la historia se desarrolló como ciencia social en el siglo XIX, en la era de las revoluciones liberales y del romanticismo, de modo que se organizó ante todo como un saber nacional y también como una disciplina que el Estado hizo obligatoria en el sistema educativo. Se le asignó la tarea de acercar el pasado a los ciudadanos, educarlos en una misma memoria y, por tanto, demostrar el carácter excepcional de esa identidad colectiva que justificaba la implantación de un Estado-nación como el baluarte y la plena realización de las singularidades y aspiraciones larvadas desde tiempo inmemoriales. Así, desde el siglo XIX, el historiador tuvo la tarea de seleccionar con un filtro patriótico los hechos del pasado para construir un relato sin fisuras, de modo que los datos históricos adquiriesen un significado de identificación individual y colectiva, y a la ofrecieran un proyecto de futuro. Así resultó que cada nación era excepcional, poseía un “espíritu” propio y requería un lealtad política que debía sobreponerse al resto de obligaciones sociales.
Semejantes realidades suscitaron una fuerte atracción por conocer el proceso de construcción de la nación y del nacionalismo español, con sus respectivos relatos y elaboraciones identitarias. El resultado ha sido espectacular en cantidad y calidad de investigaciones, de tal modo que se ha cambiado radicalmente el conocimiento y los significados del nacionalismo español en sus más diversas manifestaciones y contenidos sociopolíticos y culturales. De tan prolífica producción, cuya enumeración bibliográfica sería improductiva y siempre incompleta, cabe señalar las obras que podrían considerarse más significativas por lo que aportan a la reinterpretación del proceso de construcción del Estado-nación en España. Eso sí, con la seguridad de ser injustos con otras investigaciones, pues, a los efectos de este estudio, se limita el análisis a sólo cuatro libros que podrían ser ejemplares al respecto.
El primero en cuestión, publicado justo con el arranque del nuevo milenio, fue la obra de J. Álvarez Junco, Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX (2001). Su investigación atacaba directamente el esencialismo romántico de la España perfilada en las distintas vertientes de esa historiografía nacional que había transcurrido entre Modesto Lafuente y Sánchez Albornoz. Liberó la idea de España de esa necesidad de remontarla a fechas remotas para hacerla más fuerte y más antigua que las demás naciones. De hecho, en sus capítulos iniciales, dedicados a las Edades Media y Moderna, desmontó la existencia de una identidad española en aquellos siglos, pues consideraba que la nación española no existía antes del proceso histórico que la organizó como tal. En este sentido, sostiene la tesis de que el nacionalismo español se expresó por primera vez y de forma rotunda en la movilización contra Napoleón en 1808, y que la consiguiente organización de España como nación política fue obra de los liberales reunidos en las Cortes de Cádiz. Y además, éstos no entraron a definir unos contenidos esencialistas y culturales rotundos, aunque dieron por supuesta la lengua o aceptaron la religión católica. Desde entonces, según se plantea en la obra de Álvarez Junco, el nacionalismo español se desarrolló sobre todo por obra de unas élites urbanas y desde instancias estatales, lo que supuso importantes carencias en la necesaria “nacionalización de las masas”. Por supuesto el desglose de estas realidades y de sus factores condicionantes, tal y como son analizadas e interpretadas por Álvarez Junco, pueden ser motivo de debate, pero ya se desbordaría el objetivo de estas páginas.
Al poco tiempo se publicó la obra de Santos Juliá, Historia de las dos Españas (2004), una historia intelectual y, por tanto, una historia política de las ideas y de las ideologías, de los relatos que, en definitiva, construyeron los intelectuales sobre la nación y el pueblo español, desde las Cortes de Cádiz hasta el final del franquismo. Se planteaba también como un debate historiográfico sobre la dialéctica entre el proceso de modernización cultural de la sociedad española, por un lado, y, por otro, las debilidades y fortalezas de la implantación de un Estado nacional, cuyo acta de nacimiento entre 1808 y 1814 ya alumbró el conflicto no de dos Españas, sino de las más de dos Españas que recorren nuestra contemporaneidad. El título quizás le robe contenidos a un trabajo que va mucho más allá de esa etiqueta de “las dos Españas”, pues esa divisoria está zanjada para el autor desde la década de 1960, de modo que la transición a la democracia habría clausurado el esquema de las dos Españas para inaugurar un nuevo relato de convivencia integradora.
Complementaria para ambas investigaciones es la posterior obra colectiva de J. Álvarez Junco, Gregorio de la Fuente, Carolyn Boyd y Edward Baker sobre Las historias de España (2013)...
Por último, existe un cuarto libro que puede ser considerado en gran medida un balance del estado actual de la historiografía del nacionalismo español. Se trata del libro colectivo editado también en 2013 y coordinado por tres de los más destacados especialistas en dicha temática, los profesores Antonio Morales, fallecido en 2015, Juan Pablo Fusi y Andrés de Blas. Ante todo, quieren refutar a quienes niegan la existencia de la nación española, o la reducen “al mínimo de su densidad histórica”. Piensan que esa idea se ha producido porque el nacionalismo español fue monopolizado durante cuarenta años por la dictadura de Franco. Por eso tratan de desmontar tal acoplamiento como un prejuicio que identifica la nación española con una dictadura, por más que ésta haya usado España como coartada para la subyugación de la ciudadanía. Reconocen que tal idea existe en sectores nada desdeñables de la sociedad, y sobre todo de la intelectualidad. Rechazan, en consecuencia, la reducción del nacionalismo español a los significados que le otorgó la dictadura franquista, porque defienden que tal nacionalismo alberga, por el contrario, la riqueza y complejidad de contenidos propios de un largo y profundo proceso histórico. ... Hay que subrayar que los tres historiadores que han acometido la responsabilidad de la edición rechazan, por un lado, el esencialismo de una nación primigenia, y, por otro, se distancian de las teorías constructivistas que conciben la nación como una “invención” o una “comunidad imaginada”, en claras referencias a las tesis de Eric Hobsbawm y Benedict Anderson. Sin embargo, a pesar de buscar el punto intermedio, terminan por situarse en la línea de Anthony D. Smith, un autor claramente cercano a las tesis esencialistas, pues concibe las naciones como comunidades inmemoriales y evolutivas “que hunden sus raíces en una larga historia de vínculos y lealtades compartidas”. ...
Para comprender los anclajes metodológicos y los dilemas interpretativos sobre los que ha basculado la historiografía catalana puede resultar ilustrativo recordar la recensión que J. Vicens Vives realizó en 1935 de la Història de Catalunya de Ferran Soldevila. ... Vicens subrayaba que Soldevila había elaborado una historia no sólo “nacional” (“nacional quant a la valoració dels fenòmens històrics esdevinguts a Catalunya”), sino también “nacionalista, quant a llur interpretació actual i a les perspectives que ens ofereix”, de modo que Soldevila constreñía el pasado a una “perspectiva a la qual ha calgut sotmetre bona part de les dades d’informació recollides”. Vicens concluía, por tanto, que “per aixó la seva síntesi [de Soldevila] no és altra cosa que una línea que, amb les seves corbes ascendents o descendents, condueix de la naixença de Catalunya al ressorgiment del sigle XIX. Aquesta línea és la preocupació nacional, el neguiteig per a viure i per a triomfar, el dolor dels fracassos i l’esterilitat de les resistències. A cada momento Soldevila recorda la discrepancia dels fenómens que estudia del camí ideal que devia seguir la trajectòria proposada”.
Por el contrario, Vicens defendía que la historia de un pueblo no podía estudiarse ni investigarse para justificar los sentimientos del presente y, en consecuencia, “no es pot fer una historia que respongui a l’actual sentiment del poble català, sigui aquest nacionalista o imperialista, sinó aquella historia de les Catalunyes successives, tal com elles han viscut, sentit i interpretat el món total –econòmic, social, polític, jurídic, bèllic, religiòs i cultural– en què s’han trobat col.locades”. La alternativa metodológica era clara: estaba pendiente de realizarse la historia de las Cataluñas sucesivas. A ese planteamiento Vicens sumó la ampliación de sus perspectivas metodológicas en la década de 1950, sobre todo tras el contacto con la historiografía francesa, aglutinada en torno a la revista Annales. Sus propuestas a favor de una historiografía científica que superase el apriorismo nacionalista, y no se sometiera a la “defensa de una realidad nacional”, dieron sus frutos a partir de la generación de discípulos de las décadas de 1960 y siguientes. Sin duda, la riqueza y pluralidad de las investigaciones históricas en Cataluña, e incluso en el conjunto de España, no se comprenden sin el impulso de la obra y de la personalidad de Vicens, que, entre otros factores coadyuvantes, marcaron un giro de apertura de horizontes metodológicos que repercutió en todas las especialidades históricas. En concreto, a partir de su obra y de la de sus discípulos más directos, Cataluña se situó a la cabeza de la historiografía española con unos resultados cuyo balance es apabullante en calidad y cantidad, tal y como se constata en uno de los más completos balances existentes hasta el momento.
Sin embargo, en medio de ese esplendor de la historiografía catalana, en los últimos años ha reverdecido la idea de una identidad catalana, indivisa a lo largo de los tiempos, rescatando esquemas propios del romanticismo nacionalista, con tal incidencia que han tenido que levantar su voz dos cualificados historiadores, Josep Maria Fradera y Enric Ucelay, contra quienes de nuevo usan la historia para justificar una determinada política (no sólo nacionalista, sino de cualquier signo). Literalmente han escrito: “Sometre la indagació crítica a les conveniències dels interessos nacionals (o d’altres, establerts des de fora de la propia práctica científica) és una concepció aliena a les practiques de la demostració filológica, de l’establiment d’hipòtesis raonables, de la formulació crítica de noves explicacions que son a la base de la disciplina como tal”42. ¿Acaso no resuenan importantes similitudes con la crítica y la alternativa que Vicens Vives planteó allá por 1935 frente a Ferran Soldevila, citadas en las páginas precedentes? ...
En este sentido, hay que subrayar cómo las investigaciones relacionadas con la derrota en 1714 del bando austracista en la guerra de Sucesión a la Corona hispánica han sacado a la luz no sólo diferencias metodológicas e interpretativas, como es lógico y necesario en toda ciencia social, sino que han vuelto a resucitar las tentaciones presentistas contra las que luchó científicamente Vicens Vives desde 1935. En concreto, el nacionalismo catalán ha convertido la fecha de 1714 en el mito al que se remontan y sobre el que se justifican sus reivindicaciones independentistas; por eso tal fecha ha catalizado un aluvión de estudios de muy diverso signo. Todos a remolque del reclamo político de esa fecha, aunque unos lo hagan para contextualizar y desmontar el mito, otros para ratificar y exaltar sus significados nacionalistas, y otros traten de equilibrar posiciones donde quizás ven difícil la ecuanimidad científica pero consideran necesaria la templanza política o la necesidad de negociación en el presente. En cualquier caso, las posiciones políticas del presente han condicionado sobremanera unas y otras investigaciones, sin que eso sea obstáculo para que, con el pretexto de tal conmemoración, se haya ampliado notablemente el conocimiento de la complejidad de los procesos y agentes históricos que chocaron en aquel inicio del siglo XVIII en toda Europa.
... esos usos explícitamente políticos de la historia que tuvieron ocasión de expresarse cuando, con el apoyo pleno y categórico de la Generalitat, se convocó un congreso cuyo título era en sí mismo una declaración de militancia rotunda: “Espanya contra Catalunya”. La tesis (¿o conclusión?) desde la que se planteaba tal encuentro académico era incuestionable para los organizadores, que Cataluña es una nación portadora de soberanía desde la lejana Edad Media. El historiador Jaume Sobrequés, como director del Centre d’Història Contemporània de Catalunya y presidente de la Societat Catalana d’Estudis Històrics, instituciones convocantes del congreso, marcó el objetivo de modo rotundo: “analitzar amb criteris històrics, desde el siglo XVIII fins als nostres dies, les conseqüències que ha tingut per al país l’acció política, gairebé sempre de caire repressiu, tant de l’Estat como d’altres sectors intel.lectuals, mediàtics i partidistes españoles contra Catalunya”. 
... el propio J. Fontana ha denunciado sin rodeos las “trampas” de las naciones, y, en consecuencia, de los nacionalismos, enseñándonos cómo todos los nacionalismos buscan en la historia la legitimación del presente y denunciando cómo los historiadores nacionalistas proceden “como quien resuelve un rompecabezas, un puzzle, valiéndose de un modelo que le muestra las líneas generales de la solución, y va buscando el lugar concreto en que las líneas de la pieza… sirven para confirmar la validez… del modelo interpretativo que ha adelantado como hipótesis de partida”57. Por eso ha criticado la linealidad interpretativa propugnada por “una burguesía triunfante”, y ha formulado como propuesta alternativa el estudio de las “bifurcaciones entre diversos caminos posibles”, pues cada momento histórico contiene “una diversidad de futuros posibles, uno de los cuales puede acabar convirtiéndose en dominante, por razones complejas, sin que esto signifique que es el mejor”.
... las divergencias interpretativas, incluso antagónicas, que caracterizan una parte importante de la actual historiografía catalana, contrastan con la línea hegemónica existente hoy en la historiografía del nacionalismo vasco, cuya más reciente aportación se centra precisamente en desentrañar los relatos, las manipulaciones y los silencios sobre los que se ha construido ese “peso de la identidad” a partir de la “unidad narrativa de un pasado” concebido por exigencias de memoria y no de historia. Se trata del libro coordinado por Fernando Molina y José A. Pérez, donde se reúnen nueve trabajos con una dialéctica metodológica ejemplar, al conjugar la ciencia histórica con la memoria colectiva, y también con los referentes míticos existentes en los distintos períodos y tiempos del pasado60. Además, los autores comparten la premisa de que “la historia proporciona demasiadas dudas y demasiadas pocas certezas para las necesidades (patrióticas) del presente”. Muy probablemente constituya el método menos sesgado para estudiar la historia nacional. Desde luego, se sitúa en las antípodas de la historia nacionalista, porque explícitamente se proponen “señalar los vacíos de conocimiento y las malas interpretaciones, de manera que sepamos espigar lo que son los hechos… de los mitos (…) que son auténticos ‘textos disfrazados de hechos’ y que han sido alentados por una historiografía que, en ocasiones, ha decidido tomar prestados sus materiales narrativos de la memoria. Porque en ese particular baile entre historia y memoria… han sacado sistemáticamente a bailar a la hermanastra guapa (la memoria) dejando a la fea (la historia) sentada mirando el móvil”.
En efecto, el pasado, tal y como plantean estos historiadores, es un “país extranjero”, “un territorio sumamente incómodo para los vascos del presente”, porque allí no van a encontrar su “Euskal Herria, por muy secular con que nos la pinten y por mucho que tantos colegas de profesión se empeñen en dotarla de realidad histórica… (porque en ese pasado) no había ‘cultura vasca’ ni ‘identidad vasca’ ni, desde luego, ‘pueblo vasco’ tal y como podemos concebirlos en el presente y manejarlos en nuestros escritos históricos”. Explícitamente rechazan las obras que se prestan a “exportar los registros de identidad del presente al pasado, con el fin de convertir éste en un paisaje menos emotivamente árido y más patrio, aunque para ello traicionen [la] deontología profesional” y se plieguen a los requerimiento del “poder autonómico” que necesita “una comprensión unitaria de esos tiempos pasados [que] sólo la nación y la etnia la hacen narrativamente posible”, cuando de hecho están exportando “algo inventado hace cien años a época anteriores”, de modo que “el grado de ficción que alimenta el relato del pasado se va acrecentando cuanto más nos alejamos del tiempo en que fue activado ese registro que supuestamente marca a los vascos”.
Lógicamente semejante desmitificación afecta a esa contante “victimización” colectiva sobre la que se ha construido el pasado vasco, cuya prolongación se constata en el actual relato público del “nosotros doliente” que junta víctimas y victimarios del terrorismo nacionalista vasco, para justificarlo como una fase más de la historia del “sufriente pueblo vasco”, y, por tanto, para encubrir perversamente a la “minoría” que perpetró dicha violencia, a la mayoría que estuvo indiferente y a los partidos que la rentabilizaron64. Denuncian, en consecuencia, que, al amparo de los poderes nacionalistas, se haya creado un tropel de supuestos “historiadores”, insumisos ante el método científico y “animados por el fanatismo político”. Son los que inundan el mercado editorial con “trabajos delirantes sobre la nación medieval navarra, el ‘genocidio’ vasco bajo el franquismo o… el ‘pre-genocidio’ cometido por los españoles en San Sebastián en tiempos de la guerra de la Independencia”.
Esta denuncia de los usos sectarios del pasado manifiesta una realidad que quizás no sea exclusiva de la historiografía vasca, aunque en el País Vasco gozar de mayor fuerza. Se trata del diferente impacto que logra una historiografía científica, con investigaciones tan sólidas metodológicamente como desmitificadoras del pasado, frente al éxito social de los “historiadores de guardería”, que encuentran la máxima acogida “en los órganos mediáticos afines a sus presupuestos identitarios”, porque los mitos siempre resultan “más seductores que la realidad”, pues, al fin y al cabo, “agitan emociones y crean sugestivas metáforas sobre la vida y la muerte (propia y ajena), sobre la nación y la identidad que proyecta…”
Ahora bien, a pesar de ese contexto, en la joven Universidad del País Vasco, creada en 1980 a partir de las instituciones universitarias preexistentes, se han consolidado grupos de investigación, que han realizado una ingente tarea de recuperación crítica de fuentes, de elaboración de monografías concluyentes y también de síntesis necesarias, con el común denominador de no haberse plegado a los supuestos identitarios defendidos por el excepcionalismo nacionalista. Baste referirse, por tratarse de las obras de mayor impacto social y académico, a las síntesis publicadas por Manuel Montero e Iñaki Bazán, y las coordinadas por José Luis de la Granja, Santiago de Pablo y Coro Rubio67. No cabe duda de que en el impulso de esta historiografía crítica hay que recordar el relevante papel que desempeñó la figura de Manuel Tuñón de Lara, que se incorporó en 1982 a la cátedra de Historia Contemporánea de la recién creada Facultad de Periodismo y fundó en 1988 la importante revista Historia Contemporánea, editada desde entonces por la universidad. También es de justicia subrayar la influencia que la obra de Julio Caro Baroja tuvo en el desarrollo de esta historiografía científica sobre el pasado vasco.
Así, desde entonces, la historiografía vasca ha avanzado y aportado con paso firme, “con discreción (y ausencia de bandas de música folklórica…)”, consistentes investigaciones que han desmitificado el pasado “nacional”...
Muy diferentes son los rasgos de la actual historiografía gallega, en lo referido a la historia de Galicia como nación y a sus expresiones nacionalistas. Ante todo, hay un hecho obvio y previo, que las fuerzas nacionalistas se han desarrollado en Galicia de modo distinto a Cataluña o Euskadi. Sin entrar a valorar hasta dónde este hecho político ha sido un factor condicionante, lo cierto es que hay voces muy autorizadas que han dudado de la existencia de una historiografía gallega, tal y como se analizó en 1999 en el congreso “Historia a Debate”. Sin embargo, hace ya dos décadas que Ramón Villares planteó la dualidad conceptual como marca decisiva de la historiografía gallega. Por un lado, alberga la historia que podría catalogarse como “nacional”, al estilo de las realizadas en Cataluña y en Euskadi, con obras que tratan de explicar globalmente el pasado de la Galicia, siguiendo la tradición romántico-liberal ya citada que arrancó en el siglo XIX. Por otro lado, bajo el rótulo de historiografía gallega existen autores y programas de investigación que estudian facetas o hechos del pasado simplemente como parte de la historia general española o universal...
¿Cabe plantear algún tipo de conclusiones para este somero análisis de las historiografías nacionales en España? Quizás, en primer lugar, que el debate historiográfico puede aportar sustanciosos elementos de análisis, pero nunca soluciones. También, que en la investigación del pasado y, por tanto, en la subsiguiente vertebración de una memoria social, los historiadores tenemos la responsabilidad de nombrar, engarzar e interpretar realidades con las distintas consecuencias sociales que esto supone en cada momento. En definitiva, es parte del oficio de historiador ser conocedor de las implicaciones sociales y éticas de la ciencia histórica. Ahora bien, la razón histórica ni sirve para maldecir el pasado ni para predecir el futuro, sino que, a nuestro entender, debe de facilitar la comprensión de los factores que se albergan en cada fenómeno social. Para tal fin, resulta insoslayable establecer un parapeto crítico contra las mitificaciones del pasado, sean de uno u otro signo político, ideológico o religioso. Esto requeriría el compromiso cívico de los historiadores de desactivar los debates de calado patriótico o religioso, en cualquiera de sus dimensiones. Porque si la historia es una ciencia, entonces no sólo debe detectar los errores, invenciones y prejuicios de otros, sino también compulsar los propios. Es cierto que en nuestra profesión no somos inmunes al pecado académico de la vanidad, por eso no nos aplicamos los mismos procedimientos críticos con los que analizamos las obras de los otros. La idea de verse uno mismo como objeto de investigación científica suele resultar alarmante y poco grata. No es fácil, sin duda, ni la crítica ni el debate.
Sería, por tanto, urgente que la historia facilitara la construcción de una memoria capaz de comprender la pluralidad de identidades, tanto de nuestro pasado en España como del actual presente planetario. En definitiva, el mundo no es la suma de sociedades y de culturas autosuficientes, aunque el peso de las fronteras estatales y culturales nos afecte y condicione, sino que, por el contrario, los procesos sociales se producen siempre imbricados en escalas superiores a las marcadas por esas lindes tan cambiantes. Estamos embarcados en un continuo fluir social y cultural en el que existen tantas continuidades como discontinuidades. La historia podría ofrecer, en tal caso, una utilidad social explícita, la de contribuir a formar una ciudadanía cosmopolita, pues, tal y como escribe J. Habermas, “sólo una ciudadanía democrática que no se cierre en términos particularistas puede, por lo demás, preparar el camino para un estatus de ciudadano del mundo o una cosmociudadanía”
La seudohistoria catalana traspasa fronteras y llega al Reino Unido. 'The Guardian' se ha hecho eco de las controvertidas teorías del Institut Nova Història (INH). La asociación, fundada por el escritor Jordi Bilbeny y el empresario Albert Codinas, ha difundido desde el 2007 una visión alternativa de la historia de Catalunya, atribuyendo catalanidad a Colón, El Cid, los hermanos Pinzón, Hernan Cortés, Garcilaso de la Vega, Pizarro, Magallanes, Diego Velázquez, San Ignacio de Loyola, Leonardo da Vinci, Santa Teresa de Jesús, El Greco, El Bosco...
En el Reino Unido se preguntan cómo puede ser que se hayan dado más de tres millones de euros públicos a empresas vinculadas a este polémico instituto que defiende que Cervantes y Shakespeare eran, no solo catalanes, sino también la misma persona. 


[Jaume Vicens-Vives, Noticia de Cataluña, 1960]:
Mentalidad es una forma de tomarse la vida, que  se refleja en una articulación espiritual consciente, en unas costumbres específicas, la prevalencia de unos intereses y unas pasiones, la creación de un talante secular. Tanto da que la ley reconozca o no este hecho. Tanto da que la ley reconozca o no este hecho. Generalmente los hombres tardan en darse cuenta de ello, y en cuestiones internacionales todavía más. En el caso de Cataluña, el tratado de Corbeil (1258) se retrasó tres siglos con respecto a la constitución efectiva de la mentalidad del país. Igualmente, los Usatges (1060), considerados la carta descriptiva de las costumbres catalanas primigenias, definieron una realidad que ya contaba, por lo menos, con un siglo de existencia.
...
No podemos olvidar un hecho esencial: el lanzamiento histórico de Cataluña se realizó desde una plataforma concreta, la Marca Hispánica, la parte transpirenaica del reducto europeo carolingio. Del mismo modo que en el iceberg desprendido de los hielos del continente reconocemos las características fundamentales de su procedencia geológica, siempre reencontraremos en los hombres de la Marca los signos de su estirpe histórica, en este caso de su europeísmo distintivo. Mentalidad y arte románico, comercio mediterráneo y poesía trovadoresca, desarrollo urbano y estilo gótico, divisionismo social y político renacentista, expansionismo setecentista y resurgimiento romántico; he aquí los hechos que en Cataluña guardan el mismo ritmo que en el resto del Occidente europeo, y que, además, no son postizos como en otras tierras, sino sentidos en el alma del país. El permanente éxtasis cultural transpirenaico de los catalanes responde, así, al hondo llamamiento de su filiación histórica.

[Josep Fontana: España y Cataluña: trescientos años de historia (Introducido con un significativo cambio en el título: Cataluña y España: 300 años de conflicto), conferencia inaugural del simposium “España contra Catalunya: una mirada històrica (1714-2014), Barcelona, 12 de diciembre de 2013

[Gonzalo Pontón, La responsabilidad de los historiadores - La relación de Josep Fontana con el polémico simposio 'Espanya contra Catalunya' [2013] nació de una manipulación y derivó en un malentendido, El País, 2018]:
Cuando, en 2014, Fontana publicó su obra La formació d’una identitat (el único libro sobre la historia de Cataluña que, entre casi otros 40 —la inmensa mayoría en castellano—, escribió el historiador catalán), se produjo otro ominoso silencio por parte de esos historiadores a los que interpelo. No fue el caso del profesor Santos Juliá, quien rápidamente echó en cara a Fontana su pretendida volte face: “Si en los años setenta entendía Fontana que la lucha de clases era el motor de la historia, ahora, sin mayor rubor, entiende que el sentido de la historia lo marca la identidad colectiva”, escribió Juliá, me parece que con la misma Schadenfreude con que los ateos contemplamos a un obispo pedófilo. Y añadía luego: “Un marxista de estricta observancia contando una historia al modo de un nacionalista romántico”. Ni Fontana fue nunca un marxista “de estricta observancia” (todo lo contrario) ni, desde luego, un nacionalista romántico. Conozco lo suficiente a Santos Juliá para comprender que esa fue una boutade maligne sugerida quizá por la siguiente frase del libro: “Catalunya [va a ser] el primer estat nació modern d’Europa, amb una estructura política consolidada i unes Corts representatives”. Creo que el profesor Juliá no leyó a conciencia el libro, y sospecho —porque Santos cita mal— que algún oficioso le pasó tan solo ese tip y él mordió el anzuelo. Si hubiera leído el libro con atención, no habría descontextualizado esa frase del conjunto y habría entendido que Fontana hablaba de “Estado nación” con el valor, por ejemplo, de “república”, es decir, de una sociedad regida por leyes, y que además lo hacía apelando a la autoridad de Thomas N. Bisson, que remitía esa condición estatal al siglo XII. Me temo que un reflejo condicionado le llevó a entender ese “Estado nación” con la carga de valor del moderno “Estado nación” español ensayado en el siglo XIX.
Por supuesto que el profesor Santos Juliá tiene todo el derecho a opinar sobre este libro —aun sin haberlo entendido— del modo en que lo hace y de ver en Fontana tantas contradicciones como quiera, incluso de pensar que Fontana haya déguisé sa cocarde toda su vida. Sin embargo, mi propia interpretación de La formació d’una identitat es totalmente contraria a la suya.
La formació d’una identitat fue un trabajo duro, agotador (no es cierto el mito de que Fontana escribía con gran facilidad), y, al final, ingrato con quien trataba de explorar la naturaleza de la conciencia colectiva de los catalanes (sobre todo de los de a pie). Desde la metodología propia del materialismo histórico, Fontana ve la historia de Cataluña a través de sus desigualdades (de sus luchas de clases) y de sus afinidades electivas. A la lucha de los señores feudales por defender sus privilegios —sus “libertades”—, le sigue la lucha por la desigualdad de las clases burguesas que cabalgarán el capitalismo en sus diversos avatares: comercial, manufacturero, industrial, financiero y rentista. Fontana desnuda, así, el papel de la oligarquía ligada al control de la tierra y a los grandes negocios de importación, que mantiene a los campesinos en un puño, que se apodera de las tierras del común y que se entrega a la Castilla de los Habsburgo para conseguir arriendos fiscales. Esas élites traicionarán a los segadors de 1640 y a la Coronela de 1714. En el siglo XVIII esa miserable burguesía se hará “española” y traicionará a Cataluña, abandonando su lengua propia. En el siglo XIX esas oligarquías rentistas clamarán por un dictador militar ante las reivindicaciones laborales de los catalanes y apelarán al ejército español, en 1843, ante la “revolución centralista”, como lo harán en 1855 ante la primera huelga general. Esa burguesía, ahora “catalanista”, volverá a sentirse española en 1870, en 1902, en 1923, en 1936, en 1977, en 1996…, siempre en defensa de sus intereses de clase, que, zafiamente, querrá hacer pasar por los del poble català todo.
Este —tan mal resumido— es ciertamente el libro de un rojo, pero ¿lo es de un nacionalista romántico? Imagino las carcajadas de un Pierre Vilar o de un Eric Hobsbawm (ambos marxistas, pero con aproximaciones contrapuestas al “hecho nacional”) ante semejante desatino. Y pregunto a esos historiadores hoy afásicos: ¿qué hay de extravagante en decir que los catalanes somos una nación, tenemos una identidad colectiva y una lengua y cultura propias? ¿En qué podemos herir con ello al resto de los españoles?
En medio de la histeria independentista, Fontana denunciaba públicamente la precarización económica, el paro, la degradación de la enseñanza y la sanidad en Cataluña. Jordi Pujol, que empezaba a salir de su escondrijo, se le acercó al final de su charla y le dijo: “No se preocupe, Fontana: ahora con la independencia todo eso quedará resuelto”. Cuando me lo contaba, Fontana había entendido muy bien lo que el cinismo del expresidente corrupto presagiaba.
En estos últimos años, Fontana sostuvo sin desfallecer que la independencia de Cataluña era una insensatez y que en un sistema como el de la Unión Europea los grados de independencia son de escasa entidad. A un periodista que le entrevistaba le preguntó: “¿Quién sacará al ejército de Cataluña?”. El joven le respondió imperturbable: “Europa”. Fontana miró a su interlocutor y le espetó: “No ha habido ninguna independencia sin guerra de independencia”.
En junio de 2015 la televisión pública catalana entrevistó a Fontana con la equívoca intención de que jaleara el independentismo. Tras expresar sus razonamientos sobre la imposibilidad de la independencia, la falta de interés en ella de Europa y del mundo, y sobre el peligro de un capitalismo globalizado, Fontana dijo que si se producía una acción unilateral, las primeras empresas que huirían de Cataluña serían La Caixa y el Banco de Sabadell. Esa predicción exacta no se emitió y TV3 jamás volvió a entrevistarle. [Véase esta entrevista con Ramón Lobo (El Diario, 24 de septiembre de 2017), donde Fontana hace esas y otras declaraciones, y una entrevista anterior con Enric González (Jot Down, 8 de noviembre de 2012)]

[Polémica reciente suscitada por los libros de Elvira Roca Barea]
Arturo Pérez-Reverte, Imperioapologia y otros disparates
Las citas tergiversadas del superventas sobre la leyenda negra española María Elvira Roca Barea emplea en ‘Imperiofobia’ referencias incorrectas e incluso inexistentes, según ha verificado EL PAÍS
Respuesta de Elvira Roca en El Mundo
Carlos Martínez Shaw apoya el libro de José Luis Villacañas contra Elvira Roca
En defensa de Elvira Roca (100 firmas, El Mundo)
Más sobre Leyenda Negra, Ser de España, etc.
José Varela Ortega: “La leyenda negra es literatura de batalla. No debe obsesionarnos” (más en ABC)
Henri Kamen: "La historia de España es una sucesión de 'fake news" - El último libro del hispanista inglés afincado en Barcelona es 'La invención de España' (El Confidencial, 2020): "No hay ninguna evidencia histórica de que los reyes godos existieran. Para empezar, ni siquiera el titulo de rey existía en aquella época" (sic)
Entrevista con Juan Pablo Fusi, presenando su libro Historia mínima de España (Babelia-El País, 2012): "España no tiene naturaleza, tiene Historia."
Reseña del libro de Ricardo García Cárcel, La herencia del pasado. Las memorias históricas de España  (El Cultural, 2011):  "No podemos hablar de memoria sino de memorias. La memoria histórica ha existido siempre, aunque las representaciones del pasado han sido muchas y diversas, pues en un mismo momento histórico han coincidido varias, habitualmente contrapuestas. ... Al invocar una visión larga de la historia, el autor no solo critica la actual sobredosis de presentismo o adanismo (el presente lo explica todo, como si la historia hubiera empezado en 1931), sino también el secuestro de Clío, patente en el intento de explicar los peores momentos del siglo XX “en clave de alineamiento político actual, demasiadas veces sectario, con connotaciones casi épicas de memoria-rescate”; un secuestro de la historia similar al practicado por los vencedores de la guerra civil. Si entonces se hizo en nombre de la victoria; ahora se realiza invocando “loables principios como el de justicia o reparación”. La vieja afirmación de que el estudio del pasado sirve para comprender el presente está siendo alarmantemente sustituida -denuncia- por el estudio-instrumentalización del pasado en función de los intereses, expectativas y ansiedades actuales. Tal predominio del presente -que se explica en parte por el abuso que hizo el franquismo de la historia imperial- contrasta, sin embargo, con la historiografía al servicio de los nacionalismos periféricos, que buscan en los mitos de una historia larga la justificación de sus reivindicaciones, lo que el autor llama “la historia como aval”. “Hoy, el monopolio de la historia larga- escribe- parecen tenerlo los nacionalismos sin estado”, al tiempo que se critican los grandes mitos de la historia de España, desde Santiago a los Reyes Católicos. ... da una respuesta como historiador al debate de la memoria histórica, que reivindica la historia de España en su conjunto, más allá de interesados presentismos, y que constituye una vibrante defensa de la independencia de la historia y del trabajo del historiador. Frente a la alternativa entre recordar u olvidar, plantea la historia como conocimiento; es decir, saber o no saber."



"España vino a América a reproducirse, a generar nuevas Españas, a hacer un imperio generador", apunta Leáñez Aristimuño. También Adelaida Sagarra Gamazo, profesora titular de Historia de América de la Universidad de Burgos, se moja en el documental: "Hasta el momento que los españoles llegan a América, cada continente tenía su raza, aquí todo el mundo se mezcló. Eso implica una percepción de que todos somos personas. Por encima de todo puede existir una naturaleza común, una riqueza y una pluralidad culturales que son compatibles con la existencia de la verdad. La verdad no uniforma, la verdad une, que es distinto".
Son estos ejemplos los que el documental quiere resaltar para terminar con esa Leyenda Negra que el equipo de rodaje ha podido comprobar de primera mano, en sus conversaciones con los guías locales, sonidistas, ayudantes de producción, chóferes o "en los libros de enseñanza", asegura el director. "Realmente está muy presente, pero lo que ves en los textos de los colegios es delirante: genocidios, robo de oro...". Él mismo, apunta, lo dejó pasar en su momento para evitar discusiones, porque su plan ese "combatirlo con la película". "Quito es el mejor ejemplo en ese sentido", comenta Francisco Núñez de Arco –historiador y autor de Quito fue España–, "porque España vino a 'saquear', pero sin embargo, tenemos una ciudad maravillosa llena de riquezas que demuestran lo contrario: ¿Cuál es la intención de matar a todos los indios y ponernos hospitales? ¿Robarnos todo el oro y llenarnos la iglesia de todo el oro que había?", deja en el aire. (entrevista en La Razón, La exótica historia de las partituras bolivianas que desmonta la Leyenda Negra de España, 31 de julio de 2023)

Poco más de un año después de que Isabel Díaz Ayuso declarara en Nueva York que España “no siempre ha defendido como debiera” el legado de la Hispanidad y que “el indigenismo es el nuevo comunismo”, llega a Estados Unidos el documental España. La primera globalización, que se propone defender esa tesis de la mano de María Elvira Roca Barea, autora de Fracasología e Imperiofobia, justo cuando se acaba de publicar una nueva edición revisada de este último título. 
Dirigido por José Luis López Linares y coproducido por RTVE con el apoyo de la Comunidad de Madrid y organismos como la Fundación Villacisneros, el documental presenta a tres docenas de expertos para relatar aquello que Pablo Casado llamara “el acontecimiento más importante de la Historia tras la romanización” –la expansión del Imperio Español por los cuatro rincones del globo– y desmentir todas las distorsiones proferidas durante los últimos 500 años por los muchos y poderosos “enemigos” de España, empeñados en negarle al país el prestigio que merece. En Estados Unidos, el estreno del documental se producirá en Seattle, patrocinado por el cónsul honorario, el mismo Día de la Hispanidad; se volverá a ver en Chicago el 20 de octubre, en una proyección patrocinada por el Instituto Cervantes. 
“Desde el primer momento que la vi y conocí el cuaderno didáctico, me encantó el mensaje transmitido”, afirma Fernando Esteban, cónsul honorario en Seattle (Washington). “Es de lo mejor que nunca se ha hecho y de gran actualidad”. Junto con una plataforma de distribución, Platino Educa, Esteban está trabajando para que la película “se proyecte durante el año en los 485 colegios del estado de Washington donde se enseña español. El Ministerio de Educación español, con su alianza FEDESA, ya está ofreciendo la plataforma a sus 110 escuelas bilingües en Estados Unidos”. 
“La película me parece muy bien documentada, muy bien montada y da la palabra a distintas personalidades de diferentes países”, concuerda Anastasio Sánchez Zamorano, director del Instituto Cervantes de Chicago. “Ha recibido muchísimas críticas muy positivas. Me parece muy importante que se vea en Estados Unidos. Todavía hay mucha leyenda negra que poco a poco se va desmoronando por su propio peso”.
El documental se propone desmontar el relato de la Leyenda Negra e inyectar a los españoles con una nueva dosis de desacomplejado orgullo patrio
En efecto: partiendo del principio de que “ahora más que nunca, la lucha por el pasado es la lucha por el futuro” (como dice Roca Barea), el documental se propone desmontar el relato de la Leyenda Negra –que, mantienen los expertos entrevistados, está muy vivo aún, tanto en España como en el extranjero– e inyectar a los españoles con una nueva dosis de desacomplejado orgullo patrio. A fin de cuentas, argumentan, fueron las hazañas españolas de los siglos XV y XVI –y los avances científicos, culturales y administrativos que estas permitieron– las que lograron por primera vez “globalizar” el mundo. Así, por ejemplo, fue la plata española, minada en América, la clave en las relaciones entre Europa y China.
Una idea central de la película es que los españoles de hoy deben rechazar con ahínco todo sentimiento de vergüenza con respecto a su pasado colectivo, por tres motivos principales. Primero, porque esa vergüenza está basada en una versión tergiversada del pasado nacional, promovida desde hace cinco siglos por extranjeros envidiosos (protestantes, sobre todo) y algunos españoles renegados. Segundo, porque quien escucha la narración no tergiversada de ese pasado solo podrá sentir admiración y –si es español– orgullo. Y es que “ese imperio fue un momentazo de la historia de la Humanidad”, como afirma Roca Barea. Y tercero, porque el maravilloso legado del imperio español no solo pertenece a los españoles sino que, dada precisamente su extensión e impacto en la historia universal, “es una cosa del mundo entero”. “Avergonzarse de ese pasado no tiene sentido ninguno”, dice Roca Barea, “salvo que media humanidad esté decidida a avergonzarse de sí misma”. 
La película, en otras palabras, no se aproxima a la materia con los fines propios de la historiografía profesional: analizar, comprender o criticar los hechos del pasado. En su lugar, lee y narra la historia desde una postura profundamente afectiva. El pasado y nuestra relación con él se entienden exclusivamente en términos de orgullo, vergüenza, envidia, generosidad, admiración o desdén, sentimientos todos conectados con una identidad colectiva resumida en un nosotros español-católico y un ellos norteño-protestante, dos entes envueltos en una lucha centenaria por la hegemonía del relato.
Asociar a España con la intolerancia y el antisemitismo es injusto, afirma, por ejemplo, Carmen Iglesias, directora de la Real Academia de la Historia: otros países europeos también expulsaron a los judíos. De hecho, afirma, “somos los últimos europeos en expulsarlos”, indicando con esa primera persona del plural en tiempo presente que se identifica plenamente con sus “compatriotas” del siglo XV. (Eso sí, en su entusiasmo se olvida de que el decreto de expulsión portugués llegó varios años después del de los Reyes Católicos, como ha señalado Edgar Straehle). 
En la misma línea, el filósofo Pedro Insua subraya en su intervención que el decreto de 1492 que obligó a la población judía a elegir entre conversión o expulsión no tuvo ninguna dimensión racista –“para dejar de ser judío, te tenías que bautizar, y ya está”– mientras que el historiador Jaime Contreras explica que “la mayor parte de la minoría judía se convirtió de una forma más o menos espontánea … Ahí no intervino para nada el Santo Oficio”. Por otra parte, durante los 105 minutos de la película, el concepto de “limpieza de sangre” brilla por su ausencia.
Aunque Roca Barea lleva la voz cantante, el documental presenta a más de treinta entrevistados, entre los que encontramos a personalidades tan diversas como Alfonso Guerra, Stanley Payne, Natalia Denisova, Ignacio Gómez de Liaño, Adelaida Sagarra Gamazo, Fernando García de Cortázar, dos frailes franciscanos y varios historiadores latinoamericanos hispanófilos como Martín Ríos Saloma (mexicano) y Marcelo Gullo (argentino). También figuran algunos expertos menos conocidos por su afinidad ideológica con las posiciones de Roca Barea, como el historiador inglés Nigel Townson, de la Universidad Complutense, y Gijs van der Ham, comisario del museo estatal holandés (Rijksmuseum). 
Van der Ham fue responsable de una exposición reciente sobre la guerra de los Ochenta Años (1568-1648), que incluía ejemplos de propaganda producida en torno al conflicto, algunos de los cuales se incorporan en el documental. “Cuando la señora Roca Barea me vino a entrevistar en 2019”, dice el comisario, “en uno de los últimos días de la exposición, me sorprendió que, al parecer, le costara –o se negara a– distinguir entre la propaganda antiespañola expuesta y la intención de la propia exposición, que desde luego era muy diferente. Como si el hecho de mostrar hoy esta propaganda de los siglos XVI y XVII fuera un acto de hispanofobia y por tanto una ofensa a España”. Pocos días después de la visita, Roca Barea publicó una tribuna en El Mundo en la que criticaba la exposición por dar una imagen sesgada y parcial del conflicto –“hay silencios clamorosos que sala a sala asaltan al historiador”– al servicio del “mito fundacional” del nacionalismo holandés. “Una crítica infundada”, afirma Van der Ham, “que, si acaso, demostraba los prejuicios de la propia autora”. Por otra parte, dice el comisario, no se le informó de antemano sobre la intención del documental. De haberlo sabido, no habría cedido la entrevista.
Lo cierto es que el documental, que ha tenido cientos de miles de visionados en RTVE, no ha estado exento de controversia. Concretamente, ha sido criticado por repetir algunos de los contenidos más cuestionables de Imperiofobia. Su descripción apologética de la Inquisición, por ejemplo, no solo hace caso omiso de la labor inquisidora durante los 60 años previos a 1540, sino que equipara a la española con las instancias del Santo Oficio en otros países europeos, sin explicar que se trataba de organismos de carácter muy diferente. De modo similar, Roca Barea, en la película, parece atribuirle personalmente al teólogo Juan Calvino una serie de condenas religiosas. “El calvinismo en Ginebra”, afirma, “provocó del orden de 500 muertes en los aproximadamente 20 años que Juan Calvino controló y gobernó esa ciudad”. Pero Roca Barea “no aporta ninguna prueba de estas cifras”, ha afirmado el filósofo José Luis Villacañas en su libro Imperiofilia, “e ignora que Calvino respetó escrupulosamente la división de poderes en Ginebra”. 
“Juan Calvino tiene hoy en el Parque de los Bastiones de Ginebra un monumento de varios metros de altura puesto por la ciudad de Ginebra a su reformador”, afirma Roca Barea para subrayar el tratamiento injusto al que sigue sometida España en el contexto europeo. “Si a nosotros se nos ocurriera hacerle un monumentillo de nada a Torquemada, por ejemplo, que provocó muchísimas menos muertes, pero incomparables… Es inconcebible que algo así ocurra en España. Pero es perfectamente concebible que suceda en Ginebra”.
La película también hace un uso provocador de las imágenes. Así, cuando se escucha a Roca Barea afirmar que “el luteranismo es una manifestación del nacionalismo germánico”, se yuxtapone una imagen de Lutero con una esvástica, tomada de un cartel de propaganda nazi, con una foto de noviembre de 1933, en el 450 aniversario del nacimiento de Lutero, de unos miembros de la Sturmabteiling (S.A.) y una corona de flores delante del monumento al reformista en Berlín (monumento que luego sería destruido en la II Guerra Mundial). Por otra parte, el documental ilustra –extrañamente– la llegada de Colón a las Américas con escenas de películas mudas de principios del siglo XX, en blanco y negro o coloreadas, con actores europeos vestidos de “indios”.
¿Qué opinan sobre la película los expertos en Estados Unidos? “Ciertamente, hay buenas razones para criticar la Leyenda Negra y la idea del excepcionalismo español”, afirma Simon Doubleday, profesor de historia medieval española en la universidad de Hofstra (Nueva York). “España no tuvo ningún monopolio sobre la intolerancia religiosa ni tampoco merece del todo su reputación de país especialmente antisemita, o más antisemita que los demás. Eso sí, la afirmación de Pedro Insua de que el antisemitismo español no partía de ideas racistas no deja de ser un argumento vacío. Claramente, no bastaba con bautizarse para evitar la persecución antisemita: lo que incitaba los miedos y la violencia de los inquisidores era, precisamente, su paranoia ante el criptojudaísmo”. 
El mayor problema del documental, según Doubleday, es que moviliza su crítica de la Leyenda Negra para “legitimar la violencia colonial, blanquear la intolerancia religiosa y minimizar la destrucción de culturas indígenas por parte de Castilla y otros poderes europeos”. “Describir a los conquistadores como héroes de frontera es muy peligroso”, afirma, “y más cuando algunos de los entrevistados parecen sugerir que el impulso colonial aún sigue vivo”. Tampoco es válido deslegitimar cualquier visión crítica de la empresa colonial como una forma de acercamiento descontextualizado, desde el presente, puntualiza el historiador, dado que, incluso en su época “dentro de los imperios de España, Gran Bretaña u Holanda existían ya muchas formas de oposición pasiva y activa contra el régimen colonial y contra la esclavitud”. Por último, la idea de que este documental presenta un relato libre de manipulación ideológica es “o bien naif o altamente deshonesta”, subraya Doubleday: “La propia película moviliza la historia en apoyo de una agenda conservadora, nacionalista y colonial, oponiéndose a una amplia gama de movimientos progresistas a ambos lados del Atlántico”. 
“La premisa central del documental es cierta”, afirma también Pedro García-Caro, profesor en la Universidad de Oregón que está escribiendo un libro sobre La política de la amnesia imperial. “Es verdad que lo que podemos considerar la primera globalización ocurrió en la época de la hegemonía naval y comercial ibérica, con su momento álgido durante el periodo en que todos los reinos ibéricos y sus posesiones de ultramar estaban dirigidos bajo la misma corona, entre 1580 y 1640. Muchos de los datos que se manejan en el documental son ciertos y demostrables, como que por ejemplo un tercio de la plata extraída de las Américas quedaba en las arcas comerciales de China a través del intenso comercio de Manila”. Sin embargo, agrega García-Caro, por bien documentada que esté, es obvio que la película está “pensada para desinformar”: “Calla más de lo que cuenta. No menciona, por ejemplo, de dónde salía la plata o quién la excavaba. No habla de la odiada mita ni de los mitayos; tampoco de las tres bancarrotas a las que llevó el exceso de numerario y de deuda al mismísimo Felipe II, etcétera”. 
“La película me ha dejado perpleja”, dice Karen Stolley, profesora en la Universidad de Emory y coeditora de un libro de próxima aparición sobre la Leyenda Negra en el siglo XVIII. “La forma vertiginosa en que mezcla tantos periodos y lugares, sin apenas contexto –y con imágenes anacrónicas que no están ni identificadas– hace que el relato pierda toda profundidad. La película toca algunos temas válidos, como que ha habido cierta marginación de las aportaciones españolas en el macrorrelato de la modernidad. Pero la historia que presenta acaba completamente plana, presentista, puesta al servicio de un patriotismo banal, a la defensiva” –con la consecuente pérdida de rigor–. “Sorprende, por ejemplo, cómo el documental proyecta el mito de la convivencia ibérica sobre las Américas, partiendo de una idealización del mestizaje. Y algunas de las afirmaciones de Roca Barea son simplemente espeluznantes”.
“Está claro que este documental está hecho para un público español”, afirma Catherine Jaffe, coeditora de Stolley y profesora en la Universidad estatal de Tejas. “El debate en que interviene es puramente interno. Me recuerda a las disputas que estamos viviendo en Estados Unidos sobre la enseñanza de la historia nacional en los colegios y universidades. El Partido Republicano está promoviendo leyes pensadas para evitar que los alumnos blancos se sientan incómodos o avergonzados del pasado. Este documental parece perseguir un objetivo similar para el contexto español”. 
En todo el proyecto, observa García-Caro, “hay un énfasis castellanizante que es, en el fondo, muy provinciano y a ratos da hasta un poco de pudor. ¿Por qué no decir que Magallanes era portugués y Colón genovés o que Amerigo Vespucci trabajaba para la ‘corona hispana’? Produce sonrojo el visionado tan localista cuando se pretende hablar de la primera globalización. Lo que busca ideológicamente el documental”, dice, “es elaborar un relato dolido del imperialismo español como si más que verdugo o explotador fuera, en realidad, la víctima de una campaña antiespañola panfletaria que terminó ganando el macrorrelato. En el fondo, es la conspiración judeomasónica de siempre –aquí solo llamada protestante– de la que han hablado tantos nacionalistas hispanistas dolidos”.
Para poder llegar allí, apunta, “hay que poder decir varias o incluso muchas mentiras, desde las conversiones ‘voluntarias’ de judíos, que la Inquisición no los vigilaba, que los ‘conversos subieron de estatus social’, etc. Si cualquiera que quisiera ocupar cargos eclesiásticos, universitarios, administrativos o de la oficialidad militar en España tenía que pasar un examen de limpieza de sangre hasta el primer tercio ¡del siglo XIX! Así también es directamente falso que, bajo la dominación española de California, el número de indígenas creciera, como se afirma en la película”. Para García-Caro, todo el documental refleja un deseo “nacionalista, nostálgico de un relato nacionalista hispano”: “De lo que se trata no es de hablar de historia sino de labrar eslóganes ideológicos. Por eso tienen que llegar al paroxismo de afirmar que el logro de circunnavegar el planeta tierra ‘fue más importante que pisar la luna’”.
Resulta evidente que ese nacionalismo español ejerce una atracción bipartidista capaz de seducir a representantes del gobierno actual en España y el extranjero. “Roca Barea nunca ha dejado de ser cercana a elementos del PSOE”, dice Villacañas, quien recuerda que la obra de la maestra malagueña ha cosechado alabanzas de socialistas prominentes como Felipe González o Josep Borrell. “Aun así, que el Instituto Cervantes promueva esto me deja perplejo”. 
“Es francamente preocupante que este documental –que en realidad no merece ese nombre– esté patrocinado por el Cervantes y el consulado, porque así están dando su imprimatur a este proyecto nacionalista”, afirma también Jaffe. “Por otra parte, dudo mucho que un público norteamericano vaya a poder captar su mensaje, si es que algún profesor de secundaria o universidad estuviera dispuesto a proyectarlo, cosa que también dudo. Aquí no va a ir a ningún lado”. 


La obra de Javier Rubio Donzé España contra su leyenda negra no es sólo uno más de la serie de valiosos títulos –desde el Imperiofobia de María Elvira Roca a los de Iván Vélez, Rafael Sánchez Saus, Juan Sánchez Galera o José Javier Esparza– que han intentado arrancar la Leyenda Negra del subconsciente de muchos españoles. Es, también, una advertencia sobre otras patologías en las que podemos incurrir so capa de anti-leyendanegrismo.

La Leyenda Negra no es un invento protestante: surge a partir del siglo XV en el muy católico Nápoles controlado por la Corona de Aragón, y precisamente aduciendo la dudosa catolicidad de unos españoles «contaminados» por la sangre mora y judía. Le proporcionarán después impulsos decisivos españoles desmesuradamente autocríticos: el documento negrolegendario más influyente de todos los tiempos es la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, de Bartolomé de las Casas (1552); también fue rápidamente traducido a otras lenguas el Artes de la Inquisición española (1567) del protestante sevillano Reginaldo González (afirma Rubio que Shakespeare extrajo de la obra inspiración para su Hamlet).

Roca Barea nos explicó en su Imperiofobia que cada gran potencia ha generado su propia leyenda negra: hubo francofobia en el siglo XVIII (relevante para el nacimiento del nacionalismo alemán de los Herder, Fichte, etc.), anglofobia en el XIX, antiamericanismo en el XX, y hay atisbos de sinofobia en el XXI. Diego de Saavedra Fajardo escribió en su Idea de un Príncipe político cristiano (1630): «Todo se interpreta a mal y se calumnia en los grandes imperios. Lo que no puede derribar la fuerza, lo intenta la calumnia».

Ahora bien, mientras que francofobias y anglofobias resbalaban mayormente a franceses o británicos, la Leyenda Negra ha marcado más perdurablemente la percepción (y autopercepción) de nuestro país; como escribe Carlos Gómez-Centurión y cita Rubio, «la representación exterior de España ha sido más poderosa, más continua y más negativa que la de sus países vecinos». Julián Marías escribió páginas jugosísimas sobre esto en su magnífico España inteligible: la intelligentsia española, que comienza contestando con gallardía a la Leyenda Negra (por ejemplo, Quevedo en España defendida, 1609), se va a ver asaltada por la duda - ¿no tendrán razón nuestros críticos?- a partir de la paz de Westfalia. Esta vacilación se debe tanto al declive político-económico y militar de España con los Austrias menores como, sobre todo, a la comprobación de que el gran proyecto español -la res publica christiana, impulsada primero por una lucha de ocho siglos contra el invasor musulmán y después con la extensión del cristianismo a la «supernación transatlántica» España-Indias y la defensa del catolicismo frente a protestantes y turcos- empezaba a resultar anacrónico en una Europa religiosamente dividida, en vísperas de secularización y cada vez más informada por la razón de Estado laica (los españoles no pueden comprender, por ejemplo, que el rey de Francia se alíe con turcos y luteranos; interesantísimo el Locuras de Europa (1643) de Saavedra Fajardo, que recomienda a Felipe IV que persevere en el horizonte cristiano-universalista, sin ceder al moderno maquiavelismo nacionalista –«el fin justifica los medios» cuando se trata de fortalecer al Estado- de un Richelieu: «A Vuestra Majestad no le pese de no seguir las máximas detestables de Richelieu, aunque le hayan costado [beneficiado a Francia] tanto, que más le importa a V.M. el agradar a Dios en los medios que la conquista de reinos»).

La Leyenda Negra se instaló como duda y autosospecha en el ánimo español. Seguimos atenazados por ella, sea bajo la forma de su interiorización, sea bajo la de superreacción «leyendarosista». El mejor análisis de esto es el de Julián Marías, y creo que Rubio Donzé se reconoce en él: «Podríamos hablar, en primer lugar, de los «contagiados» por la Leyenda Negra, los que han creído en su verdad o, por lo menos, han quedado afectados por graves dudas, persuadidos, tal vez a medias, de su justificación […]: son los españoles que viven en estado de depresión histórica. Un segundo grupo es el de los indignados, […] los intolerantes, que habían de llamarse en el siglo XVIII los «apologistas», defensores a ultranza de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto; y con demasiada frecuencia, por añadidura, despreciadores de lo ajeno. Sólo algunos españoles han escapado a estas dos actitudes: los que se han conservado libres frente a la Leyenda Negra, sin aceptarla ni hacerle el juego de la falta de crítica, sin responder tampoco con la cerrazón y otra forma de intolerancia; los que, en suma, han permanecido abiertos a la verdad» (España inteligible, 1984, pp. 206-207).

Sí, creo que la ola anti-leyendanegrista está incurriendo a veces en extremos característicos de la segunda posición de las distinguidas por Marías (¿Cuántas veces leemos en las redes, por ejemplo, que «Isabel la Católica abolió la esclavitud»?: ¿Los negros de Cuba, Santo Domingo, etc. llegaron allí en viaje turístico?). Y creo que la obra de Rubio Donzé ofrece un ejemplo magnífico de apertura a la verdad, de mesura y matiz.

Sí, el móvil evangelizador fue crucial en la colonización de América; más central que en los colonialismos francés o británico, e incluso que en el portugués: ahí están las catedrales, los frailes doctrineros, las tempranas gramáticas de lenguas indígenas para permitir la predicación en idioma vernáculo… Pero los españoles también buscaban la gloria y el oro: «Murieron aquella crudelísima muerte -dice Bernal Díaz del Castillo de sus compañeros caídos en la campaña de México- por servir a Dios y a Su Majestad, y dar luz a los que estaban en tinieblas, y también por haber riquezas, que todos los hombres comúnmente venimos a buscar». Sí, los españoles extrajeron mucho oro y plata de Potosí o Zacatecas. Pero no, no esquilmaron aquellas tierras: la producción argentífera anual del México actual equivale a un tercio de toda la plata extraída de Hispanoamérica entre 1503 y 1660.

Sí, Fernando el Católico promovió el matrimonio interracial por Real Cédula de 1514 (mientras que en algunos estados de EE.UU. los «miscenegated marriages» no serían autorizados hasta… ¡1967!) y la divisoria relevante en la visión de los conquistadores no era la racial de blanco vs. indio, sino la religiosa de cristiano vs. pagano (por eso era imprescindible bautizar a las indias antes de «hacer generación» con ellas). Pero en 1555 se prohíbe la ordenación sacerdotal de mestizos, indios y negros, y los argumentos de algunos cronistas de Indias no están exentos de deslices racistas (Fernández de Oviedo: los indios eran «seres inferiores, holgazanes por naturaleza e inclinados al vicio»; Tomás de Mercado: «los negros no se mueven jamás por razón, sino por pasión»; Ginés de Sepúlveda: los indígenas son «hombrecillos [humunculi] en los que apenas se pueden encontrar restos de humanidad»).

Sí, Isabel la Católica prohíbe la esclavización de los indios y castiga a Colón por haberla practicado. Y la Corona y la Iglesia –como mostró Antonio Pérez Luño en su ya clásico La polémica sobre el Nuevo Mundo– lucharán constantemente por evitar abusos y hacer efectivos los derechos de los colonizados, con admirables cuerpos legislativos como las Leyes de Burgos (1512) o las Leyes Nuevas de Indias (1542), y con la celebración de un coloquio público, la Controversia de Valladolid (1551), acerca de si los españoles tienen o no derecho a conquistar. Pero será permitida la esclavitud africana y también la de algunos tipos de indios, como los caribes; y la institución de la encomienda, diseñada en principio para facilitar la civilización de los indios, degenera a veces en algo muy próximo a la esclavitud fáctica, como denuncian una y otra vez diversos eclesiásticos («Motolinía», Antonio de Montesinos, etc.). Y cuando Carlos V intenta la supresión de las encomiendas (1542), se produce una rebelión de españoles en Perú, que matan al virrey y se enfrentan en guerra civil.

No, los españoles no cometieron un genocidio: al contrario, detuvieron el que los aztecas practicaban en México con los sacrificios humanos masivos. Pero el rápido descenso inicial de la población indígena en muchas zonas no se debió sólo al choque vírico, sino también a los abusos de los primeros tiempos.

No, la Inquisición española no exterminó a centenares de miles, como sostendrían los ignorantes (o malintencionados) Montesquieu y Voltaire: sólo a unos 3000 en tres siglos y medio. Sus procesos eran más garantistas que los de los tribunales seculares; sólo un 2% concluía en la hoguera. Y las «doncellas de hierro», las «arañas españolas» destroza-senos, etc. son inventos de la imaginación gore-romántica del siglo XIX. Pero, como escribió Marías, «los principios que la inspiraban, aunque fuesen compartidos por otras naciones, eran particularmente repulsivos; sus procedimientos, resueltamente anticristianos». El daño producido por la Inquisición en la cultura española no fue tanto represivo como preventivo: el miedo a incurrir en herejía inhibió el desarrollo de un pensamiento creativo. «Lo que hay que señalar es lo que no hicieron y pudieron haber hecho [pensadores españoles], aquellas empresas intelectuales de las que los disuadió el espíritu inquisitorial. Ciertas formas de filosofía y de ciencia […] no fueron cultivadas en España». Es significativo que, desde la muerte de Suárez (1617), España no vuelva a tener filósofos de talla mundial hasta el siglo XX.

Rubio Donzé muestra el mismo equilibrio y preocupación por la verdad en el resto de los temas: Reconquista, antigüedad de la nación española, Al-Andalus… Le lloverán varapalos, pues, desde el flanco leyendanegrista y el leyendarosista. Pero es que, además, ha sido muy valiente en la denuncia de la cerrilidad de los que quieren responder -con cuatro siglos de retraso- a la Leyenda Negra con nuevas leyendas negras xenófobas, especialmente anglófobas: «No deja de chirriar en mi mente ese pensamiento alucinatorio que culpa a la anglosfera de todos nuestros males, como si hubiese una mano negra secular que no nos deja levantar cabeza» (p. 43). El lema de estos odiadores -anclados eternamente en Trafalgar- es esa zafiedad apócrifa que Blas de Lezo no dijo (lo de que «todo buen español debería mear siempre hacia Inglaterra»).

En definitiva, Rubio Donzé propone una mirada no nacionalista sobre la Historia de España. Orwell definió muy bien en qué consiste el nacionalismo histórico: «Las acciones se consideran buenas o malas no por sus méritos, sino según quién las lleve a cabo, y parece que no haya ultraje -la tortura, la toma de rehenes, los trabajos forzados, los encarcelamientos sin juicio […]- que no cambie de color moral cuando ha sido cometido por «nuestro» bando» («Notas sobre el nacionalismo», 1945).

La búsqueda de culpables exteriores -la externalización de la responsabilidad- es el resorte que explica el éxito de la izquierda, sobre todo el de su versión woke: si mi vida es un fracaso en lo profesional, académico o sentimental, no se debe a carencias o errores míos, sino -si soy mujer, o no blanco, u homosexual- a la opresión de esta sociedad machista, racista, homófoba. El chauvinismo «hispanoplanista» (no sé si es Rubio quien ha acuñado el neologismo) es wokismo histórico: éramos los buenos, pero los piratas ingleses, los jactanciosos franceses, los herejes holandeses, se confabularon para tendernos asechanzas que finalmente nos derribaron, y todavía hoy odian a España e intentan impedir nuestro resurgimiento. La culpa siempre es de los demás.

Rubio Donzé es el primero que ha advertido tan claramente contra esta inquina xenófoba que, so pretexto de rehabilitar la autoestima hispánica, se especializa en fomentar el odio a otras naciones. Es sorprendente -pero también revelador, por lo que tiene de resentimiento hacia quien nos sucedió en el liderazgo mundial- que los más odiados sean los anglosajones, pues no fueron ellos los que más contribuyeron a propalar la Leyenda Negra, la cual, como dijimos, fue forjada por italianos, alimentada por españoles como Las Casas y relanzada con gran eco internacional en el siglo XVIII por ilustrados y abates franceses: son los Raynal, Gramont, Mme. D’Aulnoy («en España todo tenía tanto ajo, azafrán y especias que no pude comer nada», escribió 300 años antes de Victoria Beckham), Montesquieu, Fleuriot, etc. los que popularizan a nivel europeo la imagen de una España fanática, intolerante, atrasada.

Sí, el nacionalismo inglés se forja en el siglo XVII con ingredientes anticatólicos y antiespañoles -muy evidentes en Cromwell, por ejemplo- y eso seguirá proyectando mucho tiempo una sombra sobre las actitudes anglosajonas hacia España: Rubio no olvida reseñar, por ejemplo, la campaña de jingoism que se desata en EE.UU. en 1898, ahora ya con tintes no religiosos sino racistas. Pero también hay una vieja tradición de interés, simpatía, atracción de intelectuales y artistas anglosajones por España: de Lord Byron a Richard Ford, de David Roberts a Gerald Brenan, de Henry Kamen a Lewis Hanke (glosador de ”la lucha española por la justicia en América”), de John Elliott a Charles Lummis (gracias a este último se conservan las misiones de San Junípero Serra en California). «Olvidémonos del Maine y del Desastre del 98. En EE.UU. no hay políticas de Estado hispanófobas que busquen promover la hispanofobia y la Leyenda Negra» (p. 389). Al contrario: el presidente Lyndon B. Johnson proclamó en 1968 la semana de la Herencia Hispánica, y las estatuas de Bernardo de Gálvez y San Junípero están en el Capitolio. Sí existe en las universidades norteamericanas una plaga woke que demoniza al unísono a colonos hispanos y anglosajones: se atacan estatuas no sólo de Colón o Hernando de Soto, sino también de Jefferson o Washington. No es una patología antihispánica sino antioccidental.

Finalmente, Rubio es también muy valiente en la denuncia de cierto secuestro «rojipardo» de la corriente anti-leyendanegrista. Sí, se trata de autores como Marcelo Gullo, Santiago Armesilla o Gabriel Fossa, que querrían cortar los vínculos de España con EE.UU. o Europa occidental para integrarla en una Confederación Hispánica a su vez hermanada con Rusia y quién sabe si con China, en una inverosímil alianza cimentada por el común odio a lo anglo (en el caso de Armesilla, también a lo germánico: «Un español que sea europeísta […] es un mal español, porque, por acción u omisión, busca someter a su patria al yugo de Alemania»). Estos autores impugnan el concepto mismo de Occidente, que ven como una fabricación anglosajona, o bien afirman que EE.UU. y Gran Bretaña son «el falso Occidente». En el caso de Armesilla, el ultrahispanismo eurófobo se combina con leninismo confeso; Gullo, por su parte, hizo buenas migas con el régimen de Chávez, en el que veía un ejemplo de «insubordinación fundante». Como dice Rubio, «se les suele incluir como movimientos de Tercera Posición que combinan elementos del fascismo y del bolchevismo, superándolos a ambos». Rubio analiza los vínculos de esta corriente con el «eurasianismo» de Aleksandr Duguin, uno de los ideólogos de Putin, que considera que «Occidente representa a Satanás y el Anticristo, y debe pagar por todo lo que ha hecho». «Duguin está inmerso en una monumental operación que consiste en desnaturalizar el hispanismo poniéndolo al servicio de la Federación de Rusia», advierte.

En definitiva, el de Rubio Donzé es un libro contra la excepcionalidad española. España es un país occidental normal; en su historia, como en la de todos, hay luces y sombras. No somos ni la reserva espiritual de Occidente ni el páramo africano que pintaron los leyendanegristas y creyeron algunos regeneracionistas finiseculares. Nuestro destino está vinculado indisociablemente al de Occidente; somos, como dijo Julián Marías, la más europea de las naciones, pues debimos luchar durante ocho siglos para seguir perteneciendo a Europa.



[Memoria histórica, memoria democrática, guerra civil y mitos de la Transición]
Juan Pablo Fusi, La Transición nunca olvidó la Guerra Civil «La recuperación del pasado fue una necesidad colectiva a fin de que la nueva democracia española tuviera conciencia inequívoca de los fracasos anteriores» (The Objective, 15 de abril de 2023):
En una de sus intervenciones en los debates que tuvieron lugar en marzo en el Congreso, en el curso de la moción de censura que Vox presentó contra el Gobierno de Pedro Sánchez, Ramón Tamames, candidato alternativo a la presidencia del gobierno de acuerdo con los mecanismos que regulan el ejercicio de ese tipo de moción, citó a Raymond Carr y, si no entendí mal, le atribuyó la tesis de que la Guerra Civil de 1936-1939 comenzó en realidad con la revolución de octubre de 1934, desencadenada por el PSOE, con el apoyo de Esquerra Republicana de Cataluña, del Partido Comunista y de la izquierda comunista, y en Asturias también de la CNT. La tesis –octubre de 1934 (y no el 18 de julio de 1936) como primer episodio de la Guerra Civil— tuvo, si se recuerda, cierto eco público hace ya algunos años, al hilo de la aparición de algunos libros de notable éxito comercial sobre la cuestión. No entré entonces, ni lo haré ahora, en ese debate (si es que hay tal debate).
Me limito a recordar que, cualquiera que sea la valoración que la revolución  de octubre de 1934 merezca, el franquismo festejó siempre el 18 de julio como la fecha de lo que definió como «el alzamiento nacional», que declaró el 18 de julio como festivo (y así lo fue hasta el final de aquel régimen), y que incluso instituyó el abono en esa fecha de una paga extraordinaria de verano para todo clase de empleos y trabajo en España, remuneración previamente inexistente y que continua en vigor desprovista ya de su significación originaria.
No recuerdo, en cualquier caso, que Carr afirmara nunca que la Guerra Civil empezó en octubre de 1934. Aunque en su obra no falten juicios y afirmaciones categóricas –que son siempre incitantes-, era como historiador demasiado inteligente como para no sutilizar siempre la visión de las cosas, y como para no advertir siempre al lector de la complejidad de toda situación histórica, y especialmente así de situaciones-límite, como lo fue indudablemente la Guerra Civil Española. La verdad histórica, o las aproximaciones verosímiles a la misma, son siempre –decía Ranke—más interesantes que otras formas de explicación (ficción novelesca, mitos, leyendas, memoria histórica…). La obra de Carr es un claro ejemplo de ello (como lo fue, y así quiero decirlo, el libro de Tamames La República. La era de Franco, primera edición de 1973, volumen que integró, con otros libros igualmente excelentes, la estimabilísima Historia de España dirigida por Miguel Artola y publicada en los años finales del franquismo, un indiscutible acierto editorial e historiográfico). 
Carr no enumeró de forma detallada y pedagógica en ninguno de sus libros (por ejemplo: España 1808-1939 y La tragedia española) las causas de la Guerra Civil, sino que expuso, al hilo de una narración siempre compleja, los hechos que fueron precipitando a España hacia la Guerra Civil. Que fueron éstos, si mi lectura de Carr, reitero, no es errónea: 1) la revolución de 1934 como antecedente (que no es lo mismo que inicio) de la guerra y como ruptura –que es lo que me parece más sustantivo—de la legalidad republicana por la izquierda española y el nacionalismo catalán de izquierda para impedir la llegada al poder del partido, la CEDA, el partido de la derecha católica española, que había ganado las elecciones meses antes de octubre del 34; 2) debilidad y contradicciones de la República en 1935 y primeros meses de 1936, y dentro de ello, debilidad extrema del Gobierno Casares Quiroga formado tras la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936; 3) lenguajes de violencia, creados de una parte por las Juventudes socialistas y comunistas, y de otra por Falange Española; 4) conversión del monarquismo y del tradicionalismo españoles al seudo-fascismo; 5) apelación al Ejército de las clases conservadoras y católicas; 6) tradición de pronunciamiento del Ejército español desde el siglo XIX cuando el poder estaba en la calle (que es lo que ocurría en la primavera de 1936); 7) acusada polarización y politización de masas en todos los años de la República pero especialmente así en 1934-1936.
El Gobierno Casares Quiroga cometió además el error de trasladar lejos de Madrid, sin duda para neutralizarlos, a los generales Franco, Goded y Mola, traslado el de este último a Pamplona particularmente erróneo. El asesinato de Calvo Sotelo el 13 de julio del 36 hizo el conflicto, en preparación desde las elecciones de febrero, inevitable.
Podríamos decirlo de otra manera. En 1936 no había amenaza comunista en España: había en cambio un gravísimo y doble problema de degradación del orden público y de deslegitimación de la República, agravado ahora, abril de 1936, con la destitución del presidente Alcalá-Zamora, en una operación política impulsada por Prieto y Azaña, posiblemente con la idea de recuperar la República de 1931. Pero hablamos de una operación de base constitucional y jurídica harto discutible y por ello difícilmente  justificable. La Guerra Civil, aunque se internacionalizó de forma inmediata, fue un problema español. Tuvo causas internas. La causa inmediata fue la sublevación  —golpe militar—contra la República de una parte del Ejército, con apoyo popular; la causa última: la crisis política y social de la República, y la profunda división moral e ideológica que muchas políticas sectoriales de los gobiernos republicanos provocaron en el país.
La Guerra Civil Española fue todo menos simple. Para Julián Marías fue un fracaso colectivo, un naufragio. Dejó, como era lógico, huella indeleble en la memoria de los españoles: fue el episodio culminante, y el más atroz, de la crisis española del siglo XX. Era así literalmente imposible que la memoria de la guerra se olvidara, o que la nueva democracia española, la Transición, pactara guardar silencio sobre la guerra como garantía de su propia estabilidad. Fue exactamente al revés. La recuperación del pasado —y de lo que aquí se habla, del pasado más dramático de la historia reciente del país— fue una necesidad colectiva a fin de que la nueva democracia española tuviera conciencia clara, inequívoca, de los errores que llevaron a experiencias democráticas anteriores al fracaso, al naufragio. El dato es inapelable: sólo entre 1975 y 1995 se publicaron 1.848 libros sobre la guerra (92 al año, ocho al mes, dos a la semana, así durante 20 años).  

Más sobre Cataluña
Alejandro García, Precapitalismo involuntario: la fortuna de los catalanes (Jotdawn, 2016)
Jorge Vilches, Cataluña, la tierra de las independencias efímeras - El discurso de Carles Puigdemont pasará a la Historia como el anuncio de la nación más corta jamás conocida. Apenas duró ocho segundos, lo suficiente para sumarse a una tradición de fugacidad: días, en 1640; horas, en los siglos XIX y XX; y, ahora, un par de pestañeos (La Razón, 2017)
https://es.wikipedia.org/wiki/Nacionalismo_espa%C3%B1ol
https://es.wikipedia.org/wiki/Discusi%C3%B3n:Monarqu%C3%ADa_Hisp%C3%A1nica
Memoria histórica

Ángeles Egido y Julio Aróstegui, La polémica historiográfica sobre la España reciente. Análisis de algunas claves del debate suscitado en torno al diccionario biográfico publicado por la Real Academia de la Historia en relación con la Historia de España más reciente. [Particularmente, la biografía de Franco a cargo de Luis Suárez Fernández] Audio de la UNED

Textos de Historia de España 2º de Bachillerato por Pedro A. Ruiz Lalinde
cronosytopoi textos_reinos-cristianos.pdf
Historia de España - Textos y actividades. Baja Edad Media, [no son fuentes primarias, sino actividades sobre textos de introducción] es el producto del grupo de trabajo constituido por los profesores de Lengua y Literatura españolas y de Historia de las Secciones Bilingües en la República Checa, aprobado por el Instituto Nacional de Tecnologías Educativas y Formación del Profesorado del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España para el año 2016 y que ha realizado su labor bajo el impulso inicial de la Agregada de Educación Pilar Barrero García.
Test de 12 hechos National Geographic
Historia de España. Manual para estudiantes de español de las Secciones Bilingües
https://www.eldiario.es/desalambre/episodios-historicos-Espana-racistas-coloniales_0_845516448.html

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